"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"

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miércoles, 1 de abril de 2009

(9.1) sobre MOTIVACIÓN - I / IX


PARTE PRIMERA:  ENFOCAR 

No existen respuestas tajantes a la pregunta: “¿Cómo conseguir que mi colaborador haga algo que no quiere hacer por propia iniciativa?”. Pues ninguna técnica directiva va más allá del plano instrumental y, precisamente por ser una “técnica”, los demás enseguida la conocen a la perfección y la contrarrestan.

De lo que se trata más bien es de una actitud interior que interprete de otra manera las aplicaciones instrumentales; para ello, las técnicas de motivación no serán más que patrones de conducta observables en el plano de las apariencias. Pero no se puede aprender a dirigir, si por tal se considera sólo un conjunto de trucos, desatendiendo así el requisito básico sobre el que todo descansa, es decir, las actitudes, los valores, los rasgos de carácter... en una palabra: la personalidad del directivo; y del mismo modo, poco podremos entender acerca de la mecánica de la motivación si fijamos la vista sólo en el plano instrumental.

Pero no por eso se trata en esta área de una “humanización del mundo del trabajo” sobre bases morales. Se trata ante todo de productividad, rentabilidad, tipos de fluctuación, presencia y ausencia físicas y psíquicas en el puesto de trabajo, calidad y cantidad de rendimiento; se trata de un comportamiento espontáneo y creativo más allá de expectativas de rol. Se trata, en último término, del beneficio. 

“Motivación” es hoy una palabra clave; directamente, un sinónimo de “dirección”. La idea de fondo es que existe algo latente (la propia motivación), como un barco inundado que se limita a cabecear, hasta que una intervención adecuada (la dirección) lo “incita”, para después volver a sumergirse en la fase de latencia, pues el caso es que el ser humano tiende a descender a un estado de reposo. Por tanto, los significados de “motivar” vienen a ser estos: 

  1. Equipar a alguien con motivos que antes no tenía.
  2. Descubrir las motivaciones que tiene cada uno y ofrecerle posibilidades para alcanzarla.
  3. Conseguir que ciertas conductas adquieran significado y/o importancia subjetivos.
  4. Desatar el entusiasmo.
  5. Estimular. 

Por tanto, lo que en primer término se entiende por motivación es el estado de un colaborador cuya disposición para realizar una determinada conducta está activado. Si el colaborador consigue un alto rendimiento es porque se interesa por el trabajo en sí mismo (intrínsecamente). Esto es la auténtica “motivación” en el sentido propio de la palabra.

Pero también puede interpretarse como un “apropiarse” guiado por intereses, como un “aprovechar”, de lo cual entonces uno derivará no sólo la posibilidad sino, lo que es más, la necesidad de una dirección efectiva y consciente de su responsabilidad.

En efecto, de un modo tan pudoroso como característico, el uso de la palabra encumbre el núcleo del problema: el lenguaje habitual mete en el mismo saco la actitud interior del dirigido y la acción plenamente intencional de quien dirige (acción que, desde este punto de vista, es lo único que puede producir motivación). El fin y los medios se convierten en una y la misma cosa.

Del mismo modo en que la actividad del directivo que motiva, que propulsa hacia delante, queda sin más metida en el mismo saco que la actitud del colaborador, este modo de pensar nos insinúa que la consecución de los fines es una evidencia inatacable: “El superior no tiene más que hacer algo motivador, y entonces aparecerá necesariamente la motivación de los miembros del equipo”. Se supone que la competencia para alcanzar objetivos se transmitirá a los demás desde el directivo de primera categoría, el cual, por su parte, encontrará el medio y la vía necesarios, pero negándoles cualquier valor propio. En este modo de pensar, el directivo se asemeja al carnicero que ve ya las salchichas donde aún están los cerdos vivos.

Pero un directivo volverá siempre a fracasar mientras no capte la doble naturaleza de la “motivación”, mientras no entienda que la confusión lingüística de la “motivación” encubre la diferencia entre el control de la persona sobre su propia voluntad (motivación) y ese control ejercido por otros (acción motivadora).

Por más vueltas que le demos, la “acción motivadora” es y seguirá siendo controlar la voluntad ajena, seguirá siendo manipulación. La intención de manejar a otro es clarísima. Manipular es influir con éxito sobre la conducta del otro (pero no necesariamente en perjuicio suyo) por medios más o menos ocultos. Con sus artimañas, el manipulador lleva a otros a prestar algún servicio sin provocar su oposición directa. Proporciona informaciones conscientemente alteradas, exageradas, embellecidas, limitadas o falseadas para disponerlos a que se comporten como él desea.

“La motivación es la facultad de hacer que una persona haga lo que queremos, cuando queremos y como queremos... pero que lo haga porque ella misma quiera”. En realidad, lo más que hace este soberbio canto a mayor gloria de la manipulación debido a Dwight D. Eisenhower –un lugar común en los manuales de management- es maquillar a duras penas, por medio de una paradoja aparentemente lingüística, la pérdida de control sobre los propios actos. La idea es “utilizar” al otro para satisfacer nuestras propias necesidades. 

“Quien en su mesa sueña que está en Hawai, no está ni en su mesa ni en Hawai”. Vista desde fuera, la conducta del colaborador desentendido interiormente viene a ser esta: ha perdido cualquier interés en discutir y analizar, convirtiéndose en la típica persona que dice sí a todo. Como el encargado de un paso a nivel, está esperando a que toque el timbre. Ya no hace propuestas, y sigue mostrando una resistencia bien dosificada antes de aceptar las decisiones de su jefe, en particular las que invaden el ámbito de competencia propia. Verdad es que toda vía acaba exponiendo su opinión en ciertas situaciones pero enseguida da su brazo a torcer en cuanto el jefe insista en que mañana lloverá hacia arriba. Su lema vital reza: “evitar los fallos”. Con frecuencia se toma descansos por enfermedad. El interés en su carrera profesional se ha desplomado en beneficio de alguna apasionada actividad extralaboral.

En el caso del director de un gran departamento, la cosa suena así: “Hace ya algún tiempo, presenté a mi jefe mi desentendimiento. Cumpliré las tareas de rutina que me correspondan cada día, no volveré a ponerme nervioso, seré puntual –pero sobre todo para irme a casa- y me dedicaré a mi vida privada, a mi familia y a mis hobbies”.

La consecuencia para la empresa: la “prejubilación en activo” se extiende como una enfermedad altamente infecciosa. Organizaciones enteras pueden hallarse bajo la influencia del desentendimiento. Se reconoce en el modo en que te saludan al recibirte, en el tono con que tratan a la gente en el vestíbulo y en la centralita, en las conversaciones con los conductores de la empresa, en cómo los colaboradores hablan de la empresa a terceras personas, en el diseño impersonal de los lugares de trabajo, en la falta de quejas y en la falta de humor: ”La vida empieza a las cinco de la tarde”.

La misma vieja historia. Y cuando los aprendices de brujo ven, azorados, que el agua les llega al cuello, y sigue subiendo, llaman a gritos al viejo mago para que devuelva las cosas a su debido curso: ¡para que motive! Nuevas ideas, nuevas máscaras mágicas para hacer invisible la sonrisa seductora del propulsor. Pero, salta a la vista, la oferta de estímulos materiales e inmateriales se vuelve más ineficaz cada día. Las promesas y pretensiones de la motivación no arrojan ya un balance equilibrado. La imaginaria estabilización se tambalea.

Una de las explicaciones para ello se llama el “cambio de valores”: la persona, como individuo, espera hoy con más intensidad tener oportunidades de ponerse en juego a sí misma con todo el potencial de su personalidad, es decir, oportunidades para ser aceptada en serio como uno todo, para ser tomada en serio, para que se la tenga en cuenta y se la reconozca. Así pues, resulta patente que, a pesar de una creciente orientación vital por los valores de ocio, no se está dando ese tan temido negarse a rendir en la vida profesional. Sino completamente al contrario: la necesidad de prestar en la empresa un servicio que tenga sentido y sea divertido es mayor que nunca.

Resulta claro que los conceptos del trabajo cono recurso económico y como cumplimiento del deseo humano de configurar la vida y de rendir un servicio  vuelven a aproximarse el uno al otro. Este, por tanto, es el núcleo del cambio de valores: poner en práctica durante el ocio los propios valores de un modo, por decir así, “involuntario”, como compensación. Pero, suspicaces, los paladines de la acción motivadora nunca pierden de vista la disposición al rendimiento. Persisten en ignorar el cambio en los juicios de valor. Recupera sus derechos la figura del colaborador “indolente”, y se lo investiga pensando en su “motivabilidad”. El nuevo lazo para atraparlo se llama “individualización” de los mecanismos retributivos. Y a casi nadie se le ocurre la sencillísima idea de que posiblemente sea la acción motivadora misma lo que no cesa de insuflar nueva vida al fantasma del desentendimiento. 

En la práctica puede observarse por doquier que allí donde hay que motivar suele ser ya, sin embargo, demasiado tarde. Volver a hacer del “empleado no empleado” un auténtico “empleado” es un negocio sobremanera difícil. ¿Qué tecla pulsar? Casi todas las técnicas motivadoras pulsan teclas pertenecientes a la esfera laboral. Pero incluso aunque todas las condiciones relativas al puesto de trabajo se dejaran configurar de modo óptimo, con ello habríamos satisfecho en todo caso un requisito necesario, pero no suficiente. Pues, simplemente, estaríamos pasando por alto el hecho de que la motivación de un equipo se nutre de innumerables influencias, de circunstancias y hechos diversos, que en grandísima parte no pertenecen a la esfera laboral. Teclas bastante inefectivas, por lo tanto.

Entre las constantes presentes en toda la teoría de la organización se cuentan estas dos afirmaciones: que los motivos de la acción no pueden ser reducidos a motivos meramente externos a la persona y que, en particular, los motivos puramente económicos se han mostrado por completo insuficientes para explicar las distintas conductas humanas. Hoy existe un acuerdo relativamente general sobre cuál es el punto de partida: en las decisiones conducentes a la acción se entrelazan unos con otros elementos éticos psicosociales y económicos, y además lo hacen siempre de un modo extraordinariamente distinto según la situación. Numerosos estudios han demostrado que no es válida la concepción según la cual los “factores motivacionales” de Herzberg llevan a un rendimiento cada vez más elevado, pues habría también variables situacionales que desempeñarían un papel esencial. De ahí que para los directivos partidarios de la acción motivadora aparezca un nuevo problema: sondear cuidadosamente la situación motivacional de cada uno de sus colaboradores, observar eventuales desplazamientos a medio plazo e, incluso, atajar con las correspondientes contramedidas rechazos condicionados por la situación. Se supone que los estudios describen con suficiente seguridad la situación motivacional general de los trabajadores. Identifican ciertos “tipos”, formas mixtas de ellos, según la edad y el sexo, y formas mixtas de formas mixtas; para uno no vale nada lo que es importante para el otro; el método práctico de “dar-siempre-trato-personalizado” va dando bandazos sin dirección de un tratamiento motivador a otro. Poco queda que no haya ido a parar al saco de la individualización integral.

El directivo que bajo el lema “todos quieren siempre lo mismo”, aplique para todos los trabajadores sin distinción la misma política motivadora  estará en realidad tendiendo un cebo equivocado para muchos peces a la vez. Pero aquel otro directivo que, con sensibilidad psicológica, intente entender desde dentro las motivaciones (cambiantes en cada caso) de sus colaboradores, tendrá no sólo que emplear en ello un tiempo considerable, sino que también contará con una gran imprecisión que afectará a sus análisis, una imprecisión que seguirá creciendo aún más debido a la proyección, tan fácil como peligrosa, de las propias necesidades sobre el colaborador.

Todas las formas de conducta retraída, así como un desasosiego muy característico, son las costosísimas consecuencias de un sistema motivador que el individuo percibe como “inadecuado” para él. Quien pretenda basar aquí su actuación estará, por tanto, obligado a apoyar la completa individualización de los estímulos para el rendimiento. Lo cual, desde luego, no va a ahorrarle tiempo. Y es dudoso que vaya a funcionar.

Otro ámbito que influye en la motivación del colaborador para el rendimiento es, sin duda, la familia. Los “problemas de pareja” son un significativo freno de la productividad. Igualmente, la valoración que los miembros de la propia familia concedan a la profesión del trabajador, a su empresa y al trabajo que le dedica (como causas por las que él pasa tiempo sin ellos) tiene gran importancia para la autoestima. Por ello, las empresas van dedicando una atención cada vez mayor al entorno familiar de sus colaboradores. Cada vez más, se introduce a los cónyuges en la vida profesional, con idea de “transmitirles la sensación” de que la empresa piensa también en ellos (aunque, por supuesto, piensa en ellos sólo indirectamente, como si se tratara de un mal necesario; el objetivo final es mantener el compromiso del colaborador y elevar su rendimiento).

En la característica lucha por quedarse con los mejores de cada promoción, es cada vez más importante para una empresa disfrutar por principio de aprobación pública dentro del clima de opinión de su entorno. Una vida que permita que profesión y tiempo libre se rijan por idénticas orientaciones de valor se está convirtiendo en el objetivo ideal que guía la acción de cada vez más personas (sobre todo jóvenes). Los trabajadores no se dejan ya a la entrada de la empresa sus actitudes ante la vida y motivar en contra de estas actitudes es tarea ardua y poco fructífera, y siempre a largo plazo. Pero ya a corto y medio plazo producirá un entorpecedor conflicto de valores, impidiendo que surja lo único que, por sí solo, basta para que se trabaje realmente con éxito: el entusiasmo. Considerando que en los despachos directivos prevalecen la faltad de credibilidad, la carencia de sensibilidad social y la “pose de general en jefe”, lanzar cortinas de humo será un remedio solamente provisional. No existe habilidad para dar rodeos, no existen falsedad ni hueco patetismo que escapen a los avezados ojos de estos jóvenes individualistas. 

1.- “El ser humano siente un rechazo innato hacia el trabajo, e intenta escapar de él siempre que puede. Lo que busca es placer sin esfuerzo. Por ello, para hacer que la persona preste su contribución para conseguir los fines de la organización, es necesario someterla a presión, coerción, amenazas de castigo y control”. 

2.- “Emplear en el trabajo sus energías corporales y anímicas es tan natural para el ser humanos como jugar y descansar. Cuando la persona ve un sentido a su trabajo, cuando los fines de su trabajo son también sus propios fines, entonces está dispuesta a rendir por sí sola y a controlarse a sí misma. En un marco de condiciones adecuado, el ser humano no sólo está dispuesto a asumir responsabilidad sino que, incluso, la busca. La aversión a la responsabilidad no es innata, sino consecuencia de malas experiencias. El ser humano es por naturaleza inventivo y creativo, sólo con que se le deje. Y, sin embargo, en el puesto de trabajo ni se exigen estos potenciales, ni se los utiliza”. 

De cada una de estas dos maneras de formular el problema resulta una imagen que puede o no gustar... en correspondencia con el sistema de valores de uno mismo. Y es que en el trasfondo de la acción motivadora encontramos un planteamiento semejante del problema. La pregunta básica del directivo reza así: ¿Cómo obtener de mis colaboradores toda su fuerza de trabajo?

Esta pregunta esconde una presuposición tácita: por sí solos, mis colaboradores no prestan el rendimiento que deberían, al que se han comprometido por contrato y por el cual se les paga. Por tanto, la pregunta propiamente interesante sería justo esta: ¿En qué contribuye el directivo a que el colaborador se comporte como se comporta?

De este modo, por tanto, hemos identificado el origen de toda acción motivadora:  el origen de toda acción motivadora es un déficit, supuesto u observado, entre el rendimiento posible y el rendimiento real. La acción motivadora, pensada para cubrir este déficit, supone por ello una conducta cuyo principio axiomático lo forman, ostensiblemente, la sospecha y la desconfianza.

Llegados a este punto de nuestras reflexiones, queda ya definitivamente claro que cualquier cosa que se diga sobre la motivación arrastra consigo la imagen del ser humano que tenga quien habla en cada caso, esa amalgama en la que intervienen suposiciones antropológicas básicas, experiencias individuales y la mentalidad de la época, y que determina las distintas variaciones personales e históricas del tema. Discutir sobre motivación significa directamente discutir sobre imágenes del ser humano. Imágenes pesimistas, casi siempre: en las encuestas, la mayoría de los directivos clasifica incluso a sus más íntimos colaboradores como reacios al trabajo, y afirma que se dejan impulsar sólo mediante incentivos materiales y disciplinar sólo mediante controles. Resulta interesante, sin embargo, que también sean mayoría los directivos que valoran su propia disposición al rendimiento como varias veces más elevada. Y, por el contrario, en lo que respecta a sus relaciones con sus superiores jerárquicos, los managers –en la medida en que son subordinados- parten del principio de igualdad. En porcentajes no pequeños, estiman que incluso aventajan a sus superiores en creatividad, flexibilidad y disposición para innovar.

Los efectos que ello tiene sobre la cultura de cualquier empresa son innegables. Hasta el punto de que cualquier labor conjunta dentro de una empresa se ve hoy forzada a aceptar los “servicios” de la desconfianza, pues ha llegado hoy a constituirse en oferta casi única y sin competencia. Bien puede un equipo de expertos introducir en la empresa un sistema directivo que garantice la transparencia; pero incluso en ese caso seguirá “estimulando” y “seduciendo” sin descanso. ¿Por qué? Por la única y sencilla razón de que, tanto antes como después, la desconfianza domina la relación de la dirección con los dirigidos. El resultado: una organización de la sospecha.

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