Las actividades autorresponsables movilizan la capacidad de aprendizaje de todos los colaboradores y, con ello, la capacidad de adaptación y supervivencia de la empresa. De ahí pueden resultar innovaciones que serán ventajas competitivas. Se trata de algo bien conocido en algunas organizaciones de nuestra sociedad industrial (por ejemplo en el ámbito universitario). Algunas empresas también garantizan tales espacios libres en sectores parciales de su actividad. Pero en conjunto –si recurrimos de nuevo al estado de opinión que nos transmite la estadística- resulta patente que en nuestras empresas se concede a las decisiones personales un margen de acción organizativa demasiado escaso.
Cuanto más estrictamente estén reglamentados los métodos de rendimiento, más marcada será la tendencia a adaptar al nivel mínimo exigible la calidad y la cantidad de las prestaciones. Así no surgirá ese rendimiento espontáneo y creativo, requisito APRA la eficiencia de la empresa, que va más allá de las expectativas de rol prefijadas. Y eso es también desmotivación. Pues los reglamentos crean orden, pero cohesión raras veces.
Según todas las investigaciones presentadas hasta la fecha, el bien supremo para los vendedores es su autonomía profesional, el ser realmente los “jefes de su zona”. Pero se están anquilosando cada vez más, convirtiéndose en una especie de funcionarios de ventas. En muchas empresas ya no les empiezan pidiendo el volumen de ventas, sino que rellenen como niños buenos informes diarios (que luego nadie va a leer), que respeten la cifra mínima de contacto con los clientes (sin que importe en absoluto lo que salga de ahí), que detallen la cuenta de gastos con tanta minuciosidad como en una investigación criminal y que, por lo demás, se adapten del modo más obediente a la opinión de su superior. La cuestión no es hacer lo que se debe, sino hacerlo como es debido. Eso supone la autodestrucción interna de todo lo vivo de una empresa. No por casualidad los elementos de juicio se llaman “elementos de juicio”.
Desde hace ya largo tiempo, la productividad sufre por la obcecación con la que la dirección se aferra una y otra vez al esquema de la semana de 40/39/38... horas. En el marco del conflicto “vida familiar-profesional”, la notoria mala conciencia de muchos colaboradores no está fomentando precisamente el gozo de trabajar. El testarudo aferrarse a patrones laborales inflexibles, a monótonos modelos de carrera profesional que no armonizan con los ritmos vitales de las familias; un concepto de la justicia completamente anticuado, y un sistema de estimulación del rendimiento que, al medir la productividad por horas, confunde el gasto con el resultado.
¿Hay que dedicar tan enorme esfuerzo para montar todo un código legal sobre las dietas de viaje? ¿Tan importante es que un hotel pueda costar 60 o 90 €? ¿Hay que poner atención en que, durante los viajes de trabajo, las llamadas a casa no duren más de cinco minutos? ¿Hay que comprobar constantemente las facturas, las cajas de gastos, las dietas de alojamiento? ¿Todo por atrapar al 5% de ovejas negras y al 95% restante tenerle observado y reglamentado cada vez más de cerca?
¿No sería mejor que los colaboradores tuvieran en todo momento una noción de cómo marcha la empresa? ¿Por qué no habrían de acordar entre ellos la hora de entrada por las mañanas?
Dirigir, en este sentido, no significa que yo dirijo sin más mediación al señor X o a la señora Y ocupando en cada caso su lugar, sino que preparo un espacio en el que el señor X y la señora Y puedan colaborar responsabilizándose cada uno de sí mismo. Esto es: del modo y manera que ellos personalmente perciban correcto y acuerden como tal.
La supresión de más de una directriz fomentará la permeabilidad; sería parecido a un lavado de las vías energéticas esclerotizadas en el interior del organismo empresarial. Simultáneamente, habría que exigir una actitud interior de “serena permeabilidad”. No necesitamos colaboradores que se apresuren por ser los primeros en obedecer a sus superiores o a cualesquiera normas, sino colaboradores que sirvan a la empresa con inteligencia y preparados para la crítica y el riesgo.
Al hablar contra las directrices, no se reclama desde aquí que todas las directrices sean anuladas, sino que permanentemente se las revise para comprobar si tienen o no tienen sentido. ¿Prestan realmente el rendimiento que se supone que prestan? ¿Con qué efectos secundarios contraproducentes hay que contar? Las normas son directrices de conducta aprobadas por las personas provisionalmente, y en su mayor parte son hijas de la crisis, un origen que luego suele olvidar su carácter provisional. Pero las directrices también pueden volver a ser cambiadas por las personas, cuando impiden hacer lo correcto en el momento correcto. Algunas directrices pretenden también ser “motivadoras” y sin embargo casi nunca se las percibe más que como una traba.
Las dificultades que las descripciones de “puestos” de trabajo causan a muchos colaboradores nos están señalando algo importante: en lo sucesivo, ¿podemos permitirnos, como hasta ahora, buscar “personas para un trabajo”, dejando escapar así el excedente subjetivo de muchos talentos polifacéticos? ¿No tendría mucho más sentido crear “trabajos para las personas”, es decir, diseñarles trabajos de forma muy individualizada, dotándolos de unos límites flexibles y modificables e integrando “personalmente” a los colaboradores en la empresa? Eso significaría “incorporarnos” intensamente los objetivos personales del colaborador.
Por desgracia, los superiores suelen entender el proceso de incorporación de nuevos colaboradores como un nuevo proceso “de adaptación”. Sólo muy raras veces aprovechan el impulso crítico que el recién llegado puede ofrecer a la empresa desde su punto de vista “ingenuo”, aún no cegado de pura actividad.
Una vez más: la función encomendada a un puesto tiene que ser cumplida. Pero proyectos nuevos, más allá de esa función, suponen una variación emocionante. Se debe reflexionar sobre si los jefes no deberían liberar a sus colaboradores con una frecuencia mucho mayor, permitiéndoles así trabajar en sus proyectos preferidos. La medida en que se deba abrir la mano debe, seguramente, ser determinada según los individuos y la situación específica. Y en la libertad siempre hay también en juego un cierto atrevimiento. Lo cierto es, en cualquier caso, que la idoneidad del colaborador para moverse responsablemente en sus espacios libres se desvanece en la medida en que el directivo intenta hacerse allí el gobernante, con lo cual está olvidando que su primera tarea es proteger este espacio libre.
Necesitamos, así pues, una cultura empresarial en la que los colaboradores reconozcan en el respeto que se les dispensa una oportunidad para encargarse responsablemente de su propio espacio de acción constructiva. Así podré convertir ese asunto en mi asunto. Y sólo entonces estaré “metido” por completo en el asunto. Sólo entonces trabajaré con pasión en mi tarea. ¿Entusiasmo? Sí. Pero entusiasmo por mi asunto, ya que sólo puedo entusiasmarme por un asunto mío. Todo lo demás es ilusorio. Y también el “mito de la motivación”.
“Convertir un asunto en asunto mío” es, al mismo tiempo, una llamada a la autorresponsabilidad del colaborador (y casi todos los directivos son simultáneamente, a su vez, colaboradores subordinados). Cuando las carreras profesionales están perdiendo su seguridad y el futuro de las empresas se vuelve imprevisible, las personas pueden –y, hoy en día deben- asumir la responsabilidad por su propia vida laboral. Eso se aplica a la hora de elegir empresa.. Eso se aplica a la hora de elegir un puesto de trabajo. Pero eso se aplica también para los espacios libres dentro del trabajo. Nadie puede hoy seguirse permitiendo quedarse, sencillamente, esperando a que las cosas por sí solas se vuelvan mejores, más justas, más llenas de oportunidades. El espacio libre no es, como sucede en todas partes, algo cuya existencia haya que postular donde no se da en absoluto, sino algo que hay que conquistar. Pues difícilmente una empresa, por propia iniciativa, dará al individuo el espacio libre que él necesita. Tiene que empezar por tomárselo él mismo.
El respeto a sí mismo es, sin dudas, un concepto abstracto que, sin embargo, se aclara por sí solo en cuanto le prestamos atención. Muchos lo sienten, seguramente, como algo lejano, temiendo su afectada seriedad. Tampoco parece, en principio, venir muy a cuento en un libro para managers. Y, sin embargo, en lo profundo de nuestra vivencia interior es algo muy concreto, cercano y muy digno de consideración en cuestiones directas.
Ese sí mismo que se autorrespeta es bastante más que el inflado ego que, tras tomar a discreción cuantos disfraces desea en la sastrería del teatro de las identidades, se imagina después ser algo, a saber: esa imagen de sí mismo. Es más que el ciego afán de aprobación que, aterrorizado y a la vez ardiendo de orgullo, bebe el aplauso por todos sus poros. Es también más que la “conciencia de sí mismo” basada en los propios éxitos, tal como se usa la expresión coloquialmente.
El respeto a sí mismo es la verdadera fuente de toda motivación. Es el requisito de un sí integral ante un asunto que convierto en un asunto mío. Se hace tangible en la libertad de acción y de elección, en la autodeterminación y la posibilidad de elegir. El menosprecio (la ignorancia del respeto a uno mismo) se revela así como la fuente de toda desmotivación. Lo que es hecho con idea de motivar, atenta contra la dignidad. El gozo de prestar un rendimiento muere.
Quien depende de algo pierde fácilmente el equilibrio. Ese equilibrio al que se llama “motivación” y que es, en realidad, el respeto a uno mismo. Y eso entraña, también para las empresas, perjuicios de considerable gravedad. Buscando colaboradores motivables... consiguen colaboradores desmotivables. Pacientes crónicos dependientes del suero motivador, ya que la cultura empresarial está edificada sobre la desconfianza. Una desconfianza que pretende venderse como “experiencia”, pero que luego no se encuentra más que con su propio resultado: la desmotivación. Y esa es la consecuencia de un trabajo vacío de sentido, un trabajo sin exigencia, sin autodeterminación, sin espacio libre ni posibilidades de elegir: un trabajo que no permite “vivir” el respeto a uno mismo.
Si los emprendedores son necesarios en todos los ámbitos para la supervivencia de nuestras empresas, de nuestro nivel de vida y de nuestra posición competitiva en el mercado, se trata de personas con ideas propias y con una identidad muy viva en su centro. Y a esas personas no puede clavárseles la espina de la desconfianza. No se puede exigir libertad en una sociedad libre, vivir la libertad, preservar la libertad, mientras que al tiempo se arrebata a las personas la responsabilidad por su propia motivación. O mejor dicho... sí se puede. Y tiene sus consecuencias.
Hay que empezar, por tanto, por un cambio de disposición interna: por una disposición para captar, tomar en serio, aceptar y dejar hacer al individuo, con sus estados de ánimo y también sus épocas de baja forma o bajo rendimiento. Esta disposición interna toma en cuenta a la persona no solo como un potencial de rendimiento, sino como una persona en su integridad. Alguna vez habrá por fin que comprender realmente qué significa tomarse a sí mismo y a los demás en serio, en la individualidad y la profundidad de la persona. Y esto significa: abandonar la intervención motivadora.
Sin embargo, en nuestras empresas la dirección se ve inducida a tomar en serio al colaborador solamente en su significado funcional para los objetivos empresariales, pero no en su profunda aspiración personal-existencial. Eso tiene sus consecuencias, pues todos desean una tarea que les haga avanzar personalmente, reforzando así su respeto a sí mismos; de lo contrario, habrán dado ya un primer paso en el terreno del desentendimiento. Si las empresas se deciden a tomar realmente en serio a sus colaboradores, muchas formas de trabajo practicadas en ellas abandonarán la oscuridad de esos enfoques que llevan implícito un menosprecio consciente o inconsciente, y quedarán ahora bajo una nueva luz. Para la dirección, esto significa que tendrá que decidir si elige entrar por la puerta principal de la exigencia, la negociación y el acuerdo o si, por el contrario, va a continuar introduciéndose de puntillas en la casa por las escaleras traseras de la seducción con destrezas psicológicas. Tendrá que elegir entre el espíritu del respeto a sí mismo y el fantasma de la acción motivadora.
Esto es, por tanto, lo que se exige: una dirección que tome en serio y respete a los demás... pero ante todo, a sí misma. Y eso significa empezar por resistirse: resistirse a ese cinismo rampante que, con una mueca de dolor, sigue riéndose de la lucidez desengañada, la decepción y la faltad e ilusiones. El cinismo –a nuestro modo de entender son legión los managers que han emigrado ahí- no es otra cosa que la devaluación de uno mismo. El cínico ha dejado de tomarse a sí mismo en serio. Se las da de experimentado, maduro, inmune a los deslumbramientos, desencantado, casi con buen humor permanente: se ha despedido de pamplinas idealistas que no son más que un impedimento para quien quiere alcanzar poder e imponerse.
La imagen despectiva del ser humano se desprecia a sí misma. Pero se comporta como si se tratara de experiencia, de un saber que hace poderoso. Esta persona poseerá, sí, la lucidez, pero sigue pasiva, viendo la situación desde fuera. La relación entre el asno y la zanahoria se refiere siempre a los demás. No queda más que hacer que analizar agudamente la situación. El precio de este cinismo es el de la devaluación de uno mismo: la pérdida del respeto que uno se debe a sí mismo, de la percepción de la propia dignidad. Ahora bien: no existe nada ni nadie, ningunas circunstancias de fuerza mayor ni ningún poderoso individuo, que sean capaces de arrebatarle a la persona su respeto a sí misma. Solamente ella puede arrebatarse su respeto a sí misma. Y no mediante un grandioso, dramático gesto de victimismo, sino mediante los numerosos y mínimos actos de automenosprecio que irremisiblemente traen consigo el adaptarse al sistema de la acción motivadora: al hacerse dependiente del arre y el so de los que incentivan y estimulan, de los sutiles intentos de soborno, las atractivas recompensas y el adictivo elogio.
El episodio más breve en las aventuras del barón de Münchausen es, a la vez, curiosamente, el más conocido, aquel en el que consigue sacarse del pantano a sí mismo y a su caballo tirando de su propia coleta. Esta imagen y su atractivo enigmático nos lleva, en nuestro asunto, a plantearnos lo siguiente: ¿qué significa “motivarse a uno mismo”?
No significa reemplazar los propulsores externos por otros internos. No significa un llamamiento al postulado moral de un deber proveniente de “fuera”. No significa colorear de rosa la gris realidad valiéndose de la autosugestión positiva. No necesitamos aquí ningún método del pensamiento en positivo, ningún halago como técnica de supervivencia. La cuestión es, antes bien, llegar a ver claro el hecho de la libertad de elección de los seres humanos. La situación, tal como está ahora, la he elegido yo, y yo puedo también revocarla. Y cargar con las consecuencias. Tal libertad de elección es la fuente de mi respeto a mí mismo. Y lo primero que esto significa es: dejar de quejarme de situaciones que no son siempre como a mí me gustarían; asumir la responsabilidad de configurar mi vida creativamente, diciendo sí a los vaivenes de la vida y aprovechándolos como oportunidades para aprender; una disposición interior que acepte como algo humano las fluctuaciones en el rendimiento, sin pervertirse convirtiéndose en un permanente “estar arriba”. La automotivación, por tanto, sólo puede significar: asumir uno mismo la responsabilidad de la motivación y la disposición al rendimiento. Ese es el asunto “interno”. A la empresa le corresponde decidir si invierte en la libertad de elección de sus colaboradores, en su autocompromiso... o en nuevas “drogas”.
Los seres humanos no son independientes. Pero son libres. Son libres para elegir las condiciones, normas y alternativas bajo las que quieren vivir y trabajar. Y, de este modo, cada uno juega en el terreno que él mismo ha elegido. Y por eso puede siempre en principio revocar esta elección, por más que la presión de las llamadas “situaciones sin elección” parezca, muchas veces, impedirle esta fundamental libertad de elegir. Algunas empresas son –más que otras- campos de juego que dejan en manos de los individuos la responsabilidad de la propia motivación y cuya arquitectura interna toma al ser humano más en serio de lo que hacen otras organizaciones. Él puede dirigirse a ellas. Pero también puede vivir y hacer vivible su respeto a sí mismo en el terreno de juego en que ahora se encuentre. Y también esta última elección ha de tomarla cada uno por sí mismo.
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