"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"

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gidval@gmail.com - (Valencia, España)

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miércoles, 1 de abril de 2009

(9.4) sobre MOTIVACIÓN - IV / IX


Uno podría llevarse ya la impresión de que a los hombres de éxito les mueve siempre lo único: el dinero. El dinero mueve el mundo. Y cualquiera hace cualquier cosa por él.

Pero resulta que las encuestas, con tendencia creciente, confirman justo lo contrario. Según ellas, disfrutar y divertirse trabajando, desarrollar una actividad variada y que nos plantee retos, trabajar determinándose uno a sí mismo, recibir una formación o bien perfeccionar la que se posee, y contar con una dirección participativa son, en todos los casos, factores mucho más importantes que una retribución atractiva.

Por supuesto, las empresas de negocios no son clubs de natación no algo como la Cruz Roja. Y aún así seguimos teniendo que plantearnos si aquellas no podrán aprender todavía algo de estas. Como poco, esto: el rendimiento no puede comprarse solamente con dinero, y hoy menos que nunca. El dinero quizá atraiga a muchos, pero no “motiva” de forma duradera para elevar el rendimiento. Si una empresa no está a la altura del trabajo que desean sus empleados, un trabajo más lleno de sentido y de resultados reales, más divertido, serán justamente los mejores colaboradores los que se marchen de ella. Así es: los colaboradores más valiosos suelen estar en condiciones de cambiarse a la competencia en cualquier momento.

Y si aún así sigue recurriéndose a la “acreditada” receta de ofrecer dinero, eso ocurre porque subsiste el deseo de obtener poder sobre/a través de la motivación de los colaboradores, porque con los sistemas de bonificación sigue existiendo una confianza incansable en la imagen mecanicista del ser humano: son recetas mágicas de una acción motivadora entendida como algo matemático, y pretenden engatusar de modo manifiesto. Su presuposición incuestionada es que la persona es un “aparato estímulo-respuesta”. 

Hagamos memoria: el origen de toda acción motivadora es la sospecha. Y esta sospecha dice: “Si yo no tengo la posibilidad de retener algo de tu dinero, tú no trabajarás con todas tus fuerzas”. Con ello se está presuponiendo que también el colaborador retiene una parte de su posible rendimiento laboral, de modo que surge un déficit motivacional entre el rendimiento real y el rendimiento posible de su trabajo (la acción motivadora se inventó para cubrir este déficit). Se crea una situación de carencia que debe estimular al trabajador a hacer especiales esfuerzos. Se establece conforme al plan empresarial un sueldo que corresponde al cien por cien del rendimiento laboral acordados; a continuación, se le sustrae una parte de los ingresos, que queda identificada como “parte variable de la retribución”. Así, el bonus es en realidad un malus que para disimular se viste lingüísticamente como “bueno”, lo cual suena mejor (pues, ¿a quién le fustaría un “sistema de penalizaciones”?).

Uno de los fallos esenciales de la dirección es que con esta bonificación-palo se destruye el compromiso adquirido consigo mismo por el colaborador para cumplir los objetivos acordados. Pues, en el oculto plano de lo social-psicológico, la penalización basada en sospechas tiene no efectos motivadores, sino precisamente desmotivadores. El colaborador tenderá siempre a percibir una injusticia ciando no alcance el salario conforme al plan empresarial (es decir, el fijo más la bonificación), siendo totalmente irrelevante que el management sea de otra opinión al respecto. Y aunque el déficit de legitimación se intente después “parchear” echando mano de bonificaciones (de garantía, fijas, mínimas, adicionales, etc.), cualquier pago a posteriori caerá en saco roto: de ninguna manera impedirá que los “beneficiados” piensen que se les está dando lo que se les debe, al tiempo que se quejarán porque les parece arbitrario el cálculo de la cuantía de las bonificaciones.

Esta constatación se halla en manifiesto contraste con la opinión de muchos managers que –al contrario- ven el “pago por objetivos” como algo particularmente justo. Pero lo que aquí verdaderamente se está creando es una sensación falsa de justicia. Empiezan por no preocuparse en absoluto del intrincadísimo contexto causal que forman el mercado, su coyuntura, los precios, el producto, la competencia, la política directiva y reducen toda esta complejidad a un único parámetro: la disposición al rendimiento del colaborador. No intentan averiguar causas. No dan soluciones. Tan sólo empeoran los problemas que se supone deberían solucionar. En el más estricto de los sentidos, jamás será demostrable la “relación directa” entre rendimiento y facturación, el principio constitutivo de todos los planes de bonificación. La consecuencia es el tantas veces cantado blues de la justificación. Desmotivación y deseos de revancha.

Pero lo que convence de la bondad probada de los sistemas bonificadores, obligando aparentemente a su aplicación, es una ventaja mecánica de otro tipo, una razón profunda: al no haberse alcanzado los objetivos previstos (las cifras de venta, por ejemplo), los costes salariales también descienden, automáticamente, por causa de la porción no abonada de las retribuciones. Pero precisamente aquellos que tienen en su retribución una elevada cuota variable son los que tienen que pagar el pato y hacerse cargo de los gastos... con parte de su sueldo. Al disminuir el volumen de negocio, los costes de personal descienden también, ya que el riesgo empresarial recae ahora sobre los colaboradores. Y más aun: un problema de previsión social se cierne sobre esos mismos colaboradores que durante su vida profesional han recibido en proporción alta bonificaciones variables dependientes del rendimiento, ya que estas no cotizan para la pensión. ¿Es justo? Cuando menos, cuestionable. 

Suena bien: poder ganar más empleándose más a fondo para rendir mejor. Pero, antes que otra cosa, no se trata más que de una seducción que sigue un modelo bien conocido. Vemos cómo aquí nos sonríe de nuevo el viejo e insensato principio de la sospecha. “La realidad es que, si tú quisieras, tu rendimiento podría superar el acordado 100%. Pero esa parte de tu disposición al rendimiento te la reservas conscientemente, y sólo estás dispuesto a ofrecerla si te dan una recompensa adicional por ella”. Por tanto, también este colaborador es en realidad un mentiroso. De ah{í resultan dos posibilidades: 

1.- Se trata efectivamente de un embaucador que, al esconder conscientemente su capacidad de rendimiento, tan sólo estaba negociando con habilidad para obtener una ventaja competitiva (“Cuando usted piense que tiene ya en sus manos una cuota de mercado del diez por ciento, prometa usted ocho, ya que su retribución depende de en qué medida sobrepase la prestación debida, no de lo que haya conseguido realmente –y tampoco, en modo alguno, de lo conseguible-. Porque usted no va a dejar que se le escape ninguna bonificación, ¿no es verdad?”). Surge así el absurdo campo para un juego de disfraces y engaños. Sólo hay que ser espabilado. 

2.- No es un embaucador, pero podríamos elevar su rendimiento. Mediando el estímulo correspondiente, podría movilizar una especie de reservas para el rendimiento. 

Está muy extendida la práctica de controlar la evolución comercial de algunos productos agrupándolos en un mix, formado mediante la bonificación de determinados productos o grupos de ellos. Pero el conjunto se vuelve absurdo cuando, en las sesiones de coordinación, los expertos de marketing se quejan desesperados sobre la pésima situación del mix de productos, pretendiendo que la dirección de servicios externos se preocupe también de vender los productos no bonificados. Esta es la consecuencia fatal de una mala acción anterior: resulta directamente esquizofrénico vincular la retribución del colaborador a la venta de productos concretos, para enseguida enojarse porque el colaborador entonces se concentra sólo en aquellos productos de los que depende su retribución. 

En los Estados Unidos, una compañía aérea intentaba mejorar la puntualidad en la salida de los vuelos. Fijando como criterio el momento en que el avión abandonara la sección de embarque, vinculó cuotas de la retribución de las tripulaciones a la obtención de determinados objetivos. En vista de ello, las tripulaciones hacían embarcar puntualmente a los pasajeros, el avión abandonaba puntualmente el embarque... y entonces aguardaban en la pistad de espera, muchas veces durante más de una hora, a que llegara el permiso de despegue. Lo cual, como era de esperar, encolerizaba considerablemente a los pasajeros, encogidos en los estrechos asientos. ¿Orientación al cliente?

Lo esencial es esto: los sistemas motivadores mecánicos, como resulta patente, llevan a que los colaboradores se concentren en calcular y manipular la parte variable de su retribución, en lugar de preocuparse por el cliente y a competencia. Su energía fluye hacia adentro (al salario) en vez de hacia fuera (al mercado). Los sistemas de retribución por objetivos suelen seducir a los colaboradores a ver sólo el éxito a corto plazo, para así embolsarse su buena suma a fines de año o del trimestre.

¡Y si aún así pudiera hablarse de “éxitos reales”! Las facturas se extienden por acuerdo al día 31, para anularlas el día 1. Justo a finales del ejercicio es cuando todos “agarrarán” lo que pueda agarrarse para tener derecho a disfrutar de las bonificaciones. El colaborador externo correrá bajo presión a ver a “buenos amigos”y, presionándolos, les colocará todavía unos cuantos productos por pura amistad. Los vidrios rotos habrá que pagarlos durante el siguiente ejercicio: estancamiento en los pedidos, devoluciones, abonos. O también puede ser que, no teniendo ya oportunidades de entrar en la categoría top ten de las bonificaciones, se “ahorre” para el año próximo. Cualquier vendedor lo sabe: ¡nada mejor que un mal año anterior! Los colaboradores se guardan de vender mucho, ya que ello tendría una influencia desagradable en la discusión sobre las bonificaciones para el año próximo. ¡El sistema bonificador impide las ventas!

La cuestión ya no es: “¿Qué tengo que hacer para crear la máxima utilidad con mi trabajo?”, sino: “¿Qué tengo que hacer para conseguir la mayor recompensa posible?”. Este colaborador, por así decirlo, se “salta” el proceso de su trabajo pero, más aún, el valor del trabajo prestado, con la vista puesta en la insinuante recompensa: “Haz esto, y tendrás aquello” hace que la persona se vaya concentrando cada vez más en el “aquello” y no en el “esto”. 

El sistema bonificador recomienda hacer algo para obtener la bonificación. Seduce con una recompensa que es la consecuencia de los resultados del trabajo. El sistema de salarios es más inflexible; pero en esa inflexibilidad radica una ventaja crucial: el colaborador puede centrar sus energías en el “contenido” de su trabajo con intensidad muchísimo mayor. El trabajo no está entonces directamente ligado desde un principio a la recompensa, y la relación con el trabajo no es un reflejo inmediato de recompensas o penalizaciones. Muy al contrario, las energías pueden concentrarse en el trabajo mismo.

Bonificar o no bonificar: la cuestión es la imagen que se tenga del ser humano. Si alguien percibe un salario, es que se le considera capaz de negociar y tomar acuerdos; se le acepta como verdad su disposición al rendimiento. Si alguien percibe una retribución variable “dependiente del rendimiento”, es que detrás de ese rendimiento hay un signo e interrogación. No se puede menospreciar a alguien más a las claras. Y cada vez con más frecuencia se suele leer: “Remuneración parcialmente variable por objetivos como instrumento de motivación para directivos”. Esta enormidad parece que ya no escandaliza a nadie. ¿Cómo van a seguir los directivos siendo directivos si ni siquiera a ellos se les cree cuando dicen estar dispuestos al rendimiento? Y aquí la cuestión es: ¿quién determina el rendimiento, quién lo mide?

Con esto sale a la luz del día, y con muchísima claridad, un segundo efecto, el cual es característico de todos los sistemas de acción motivadora, sólo que aquí, al darse en un nivel superior, puede por eso mismo causar perjuicios superiores: la actividad de los managers se dirige a conseguir los objetivos bonificados. Pues resulta evidente que a ello puede ayudar la “contabilidad creativa”, con la que pueden registrarse los logros a corto plazo y escamotear los costes. En un seminario, el director de una sección central de recursos humanos en un gigante informático norteamericano explicaba al respecto, sin inmutarse, que ante ese absurdo él había respondido con otro absurdo semejante: “Hice que me bonificaran por todos los proyectos de los dos últimos años que estaban ya cogiendo polvo en los cajones de mi mesa. Fue un dinero fácil de ganar”.

Parece más adecuado decidirse claramente a favor de una cultura empresarial del acuerdo entre personas adultas. Pues si queremos superar los retos del futuro necesitaremos personas voluntariosas, capaces de tomar acuerdos y conscientes de sus responsabilidades; personas a las que les guste participar a nuestro lado y que, en el marco de acuerdo y reglas de juego comunes, se autoexijan, desarrollándose y poniéndose sus propios límites, pero que siempre manden sobre sí mismas. Que les guste participar significa que participen por voluntad propia. Y a personas de esta clase no se les podrá clavar la espina de la desconfianza por medio de remuneraciones variables, sistemas bonificadores o cualesquiera otros sistemas de incentivos cuya intención es crear una conducta refleja. 

En el ser humano, tan sólo en torno al 80% de su capacidad máxima de rendimiento resulta utilizable con un empleo normal de su fuerza de voluntad. Este 80% es el umbral de lo bien equilibrado, que cada uno percibe en sí mismo. Max Hulber, profesor de medicina: “Cualquier persona tiene esta sensación de nivelación individual, un estado personal de equilibrio en su conducta productiva que no puede ser sobrepasado impunemente durante un espacio prolongado de tiempo”. El 20% restante de la capacidad máxima de rendimiento se encuentra al margen de la disponibilidad voluntaria, y se conoce como “reservas autónomas protegidas”. Estas reservas son accesibles solo en situaciones extremas. Y precisamente a estas reservas es a donde apunta la acción motivadora, que quiere estimular para un rendimiento mayor del usual regulado en contrato.

Bajo la casi dictadura del be positive, de la ideología del “sonríe siempre” y de los mecanismos incentivadores, legiones de managers han dicho “sí” aunque lo que de verdad querían decir era “no”. Como si de una manada en migración se tratara, han terminado todos en el llamado burn out (“estar quemado”). Pero este síndrome del burn out no es, en modo alguno, consecuencia de una carga laboral cuantitativamente elevada. Es, antes bien, un resultado de la actitud interna frente al propio trabajo, del modo en que uno vive su trabajo. Quien se identifica plenamente con su tarea vivirá una carga laboral elevada como un “reto” en todo caso, pero no como algo “estresante”.

El típico colaborador quemado siente que se le exige de modo permanente en toda la esfera de su existencia, y es cada vez mayor la amenaza de que se pierda entre tanta exigencia. Percibe que ser una mera pieza del mecanismo no se limita a la empresa, sino que prosigue en casa; que vive en un mundo lleno de otras piezas; que el reconocimiento que se le presta no va dirigido a él como ser humano, sino nada más que su función y a su posición, y que así su humanidad se va atrofiando progresivamente. Ha dejado sin cesar que lo motivaran (sin parar de quejarse del “estrés”), asumiendo por su parte la responsabilidad por la motivación, por la disposición al rendimiento de sus colaboradores, desoyendo las señales de alarma de su cuerpo, pero llevando a todas partes su rebosante agenda como si fuera una condecoración... En esta cuenta, como en todas las de la acción motivadora, hay también muchos costes. Los costes de un manager quemado que no deja de ser un capítulo de gastos  en la contabilidad, un directivo que comete errores de graves consecuencias, difunde comentarios cínicos y “arrastra” consigo moralmente a todos los que le rodean, para terminar siendo trasladado a un puesto irrelevante en la periferia de la empresa.

De ahí que el directivo tenga que decidir si lo que quiere es invertir continuamente en mantener la moral de sus colaboradores o atenuar sus síndromes de abstinencia, o bien si lo que va a apoyar es la autorresponsabilidad y la disposición a correr riesgos. Si la acción motivadora es la huida autoculpable frente a las duras exigencias de la autorresponsabilidad, entonces se trata de un camino reversible. A quien crea que los “mejores” de los suyos les abandonarían si les negase primas e incentivos le ofrecemos un modo de reexaminar los criterios con los que juzga la situación. ¿Son de verdad los “mejores” los que se despedirían por la sola razón de que no se les ofrecerá primas? No parece atrevido considerar que la rotación a que daría lugar la ausencia de incentivos y primas supondría incluso una selección positiva de personal. Comparativamente, resultaría fácil de soportar la marcha de personas a las que siempre hay que andar aguijoneando. No tan insatisfactorio, y seguramente también más exitoso a largo plazo, sería en cualquier caso trabajar con colaboradores que –sin esperar más estímulos- hacen lo que hacen sobre la base de condiciones marco fruto de un acuerdo claro. Colaboradores para los que signifique algo el resultado de su propio trabajo –y no la recompensa que pueda seguirle-. Colaboradores que hacen algo porque esa es “su tarea”.

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