"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"

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gidval@gmail.com - (Valencia, España)

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lunes, 30 de noviembre de 2009

La artificialidad del carisma


Buscando definiciones, he encontrado que la palabra “carisma” se refiere especialmente a la potestad de ciertas personas de motivar con facilidad la atención y admiración de otros gracias a una cualidad magnética de personalidad o de apariencia.

Toda persona que vende algo (un producto, un servicio, un proyecto…) aspira a transmitir un carisma positivo, “alumbrante” –más que deslumbrante- y en consonancia con su línea de interés. Un sargento de artillería, por ejemplo, no se sentirá especialmente satisfecho consigo mismo si descubre que proyecta el carisma (y esto solo es un decir, que yo fui de artillería) de un vendedor de menaje. En este caso, su influencia  “funcionaría” más si se orienta en el sentido de la practicidad y el uso eficiente de elementos que en el de la estrategia de combate. Quizá no tenga carisma para una cosa, pero sí para otra (aunque donde está, no le sirva para nada).

El problema reside en los carismas disfrazados. Existen muchos casos en los que se intenta transmitir una imagen artificial utilizando esa habilidad “magnética” que ciertas personas poseen. Indudablemente, la capacidad de atracción persiste pero, en estos casos, bajo el manto de la apariencia y no precisamente de la propia personalidad. Se adquiere así una imagen que trata de impulsar el objetivo que se persigue, de modo que el receptor identifique la supuesta consecuencia entre los valores de la forma y el fondo.

Pero, por lo general, los carismas artificiales se caen cuando se tiene acceso a la verdadera personalidad del sujeto. Habíamos imaginado que tal persona era hombre o mujer de determinadas virtudes, consecuente con sus proclamas y valedor, por tanto, del mensaje. Pero no; no era como pensábamos (y vaya usted a saber cómo pensábamos que era, porque ahí la subjetividad es un mundo). Es entonces cuando lo que se consideraba magnetismo y atracción se traduce ahora como engaño y manipulación. El mensaje ya no tiene el valor que rezumaba antes de caer la coraza del emisor. Y con esta en el suelo, dicho mensaje cae en descrédito, ¿verdad?

¿Y por qué? Porque hemos confiado más en la forma que en el fondo. Porque nos hemos detenido en una cómoda superficialidad y nos hemos adherido más al continente que al contenido. De esta manera, terminamos echando la culpa al mensajero quizá para esconder nuestra propia incongruencia (en el caso de que nos consideremos personas medianamente analíticas) y desechamos así todo el valor que acompañaba al pack: ni mensaje, ni contenido, ni proyecto, ni puñetas. Desde luego, podemos decirnos entonces que nunca más: a la próxima habrá que estar alerta, manteniendo los ojos bien abiertos… sin darnos cuenta de que “a la próxima” volvemos a mantener bien alto el pabellón de la percepción de la imagen que proyecta el portador del siguiente mensaje, porque claro: si el envase no es atractivo, el producto debe ser deficiente o inadecuado (me viene a la mente cierto paralelismo recordando el post de Cristal00k, aunque esta misteriosa bloguera no lo haya enfocado al terreno empresarial).

Hay compradores que dan excesiva importancia al vendedor (a sus gestos, indumentaria, expresiones quizá no del todo elocuentes) sin apercibirse de que les están presentando oro a precio de cobre. Y compradores que también dan excesiva importancia al vendedor (invitaciones, agasajos y adulaciones) sin apercibirse de que les están presentando cobre a precio de oro. En el primer caso, no existe carisma alguno. En el segundo, en muchas ocasiones la artificialidad raya en la manipulación. Y no quiero seguir con ejemplos que incluyen a directivos con sus subordinados o Blogger se me va a fundir de aquí por la extensión. Para qué hablar, por tanto, si me refiero a determinados políticos…

Por eso, no hay nada mejor que analizar objetivamente el fondo para averiguar no sólo qué tipo de carisma nos están poniendo delante de nuestras narices, sino también nuestra capacidad de discernir lo importante de lo que no lo es tanto. Hay proyectos que valen la pena y otros que no la valen, independientemente de quién o cómo nos los presenten.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Relájese


Me recomendaba mi amiga María Hernández en su blog (aprovecho para decir que el de este enlace es uno de los artículos más humanos que he leído en la red -¡gracias, amiga!-) algo que motivó el contenido de este artículo. Ciertamente, nada tenía que ver su consejo con contenidos empresariales o laborales, pero creo que  la lógica de su aplicación es aplastante.

Es necesario que descansemos. Es necesario ser transmisores de tranquilidad y de equilibrio, de humor estable y de claridad en ideas. Por eso es necesario que descansemos. Y no me refiero a marcharnos de vacaciones (que son muy importantes) sino a la obligada desconexión diaria. Si somos de esos que no terminan su jornada, de esos que siguen dándole vueltas y más vueltas a la cabeza sobre tal o cual asunto hasta que logran conciliar el sueño… tenemos un problema. Puede que seamos unas fieras manteniendo la tensión durante extensos periodos de tiempo, pero nos engañamos a nosotros mismos si tratamos de convencernos de que eso no pasará factura.

El descanso –la relajación- es sumamente importante para mantenerse en estado de equilibrio mental, para afrontar la tensión sin sobresaltos y conservar nítida nuestra capacidad de decisión. Es relativamente fácil dejarse llevar por el impulso cando el hastío y el agotamiento psicológico comienza a hacer acto de presencia, ya que entonces surge el riesgo de transmitir en nuestros equipos la sensación de inseguridad, de intranquilidad e incluso de confrontación interna.

Es necesario que descansemos. Y no solo es necesario por nosotros y nuestros equipos, sino también por el bien de nuestras familias –especialmente de nuestros hijos-. Porque pudiera ser que, en ocasiones, no nos demos cuenta de que esa misma inseguridad que no queremos transmitir en nuestro entorno profesional la podamos llegar a permitir en nuestros hogares. Quizá de forma involuntaria concedamos patente de corso a la preocupación y los nervios en casa, como si ese entorno sólo nos perteneciese a nosotros y nuestra decisión de proceder.

Es necesario que descansemos y nos tomemos tiempo para pensar. Para programar nuestras acciones, nuestros proyectos y nuestras estrategias, peo también para establecer nuestro plan diario de vida, ese que dice que cuando salimos por la puerta de la oficina, la fábrica, el comercio, el taxi, el escenario o la cocina del restaurante, nuestro lado profesional se ha quedado allí dentro (a no ser que sea para compartir algún éxito, logro o ilusión rutinaria que la jornada nos ha deparado).

Es necesario que descansemos, porque tenemos que economizar nuestros esfuerzos físicos y mentales. Porque debemos encontrar formas de asueto y de distracción que nos despejen de los procesos que ocupan nuestra cabeza y nos inquietan. Incluso por el simple hecho de que lleguemos a la conclusión de que pre-ocuparse es ocuparse antes de tiempo, lo que conduce a la inquietud. Necesitamos tener dominio de nosotros mismos, de tener el control de nuestras emociones.

Es necesario que descansemos y que seamos nosotros mismos, sin dejar que otras facetas puntuales se apoderen de nuestra personalidad y la percepción que nuestro entorno tiene sobre nosotros. Aunque se trate de una intención egoísta, aunque pretendamos crear una imagen artificial en ese momento… Da igual, siempre y cuando reporte beneficios a todos. Si –incluso no siendo sinceros con nosotros mismos- hemos logrado contagiar sosiego y equilibrio, entereza y tranquilidad aun a costa de contener quizá una tendencia natural al nerviosismo, engañémonos. Actuemos, finjamos si es necesario, porque perseguimos y logramos un buen fin.
Es necesario que descansemos para poder mantenernos bien firmes.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Liderados

Cuando nos referimos a la figura del líder, solemos centrarnos en las personas que reúnen determinadas características (y que aquí no voy a volver a enumerar). Y es cierto que son necesarias, porque alguien tiene que reunirlas. De otra manera, el liderazgo de por sí –que no la dirección, el mando, el control- no existiría.
Pero para que exista un líder siempre debe haber un equipo dispuesto a ser liderado. Y esas son condiciones que también son merecedoras de reconocimiento. No me refiero a la persona que acepta adoptar una posición subordinada, conocedora de sus limitaciones y entre cuyas inquietudes no figura precisamente comandar un grupo, sino a aquella que es absolutamente consciente de su integración en el interés común, reconoce las cualidades de su líder y se esfuerza por comprender y hacer también suya la visión de este.

¿Qué es un líder sin sus adeptos? En principio, nada. Si al menos no dispone de un buen porcentaje de incondicionales que arrimen el hombro para cerrar el círculo en el grupo, su liderazgo tiene los días contados. Pero eso no significa que el liderado tenga que ser un servil sumiso. El liderado es una persona inteligente que conoce perfectamente el desempeño de sus funciones, la necesidad de su trabajo para alcanzar los objetivos y con un criterio colectivo por encima de sus intereses personales. Incluso -¿por qué no?- es una persona que también reúne cualidades para el liderazgo pero sabe que su lugar y momento no es ese. Probablemente por esa razón, muchas personas que se dicen líderes han fracasado en sus proyectos al considerar a los miembros de su equipo como subordinados. Así, se convierten en meros jefes, directores o superiores, pero no en líderes. Porque como todos sabemos, el líder también es consciente de que en su grupo hay personas más inteligentes que él o ella, con un soberbio desempeño de sus específicas funciones.

Ahora bien, el líder necesita colaboradores según lo mencionado. Y es posible que la colaboración necesaria no sea precisamente la disposición de algunas personas en un momento dado. Evidentemente, cuando la nula disposición es perenne o continuada, existe un elemento que debe ser seccionado. Es así de crudo y necesario, algo que todos aceptamos, ¿no es cierto? Tenemos claros ejemplos sobre ello en el fútbol y Francisco Alcaide nos podría detallar muchos. De nada sirve el talento si está enfocado al individualismo, cuando la organización requiere precisamente de su simbiosis.

Bien, pues todo esto me lleva a la siguiente reflexión: en muchos casos, ser un colaborador liderado no es fácil. No es cuestión de humildad, sino de temple. Porque también hace falta ser una persona bien equilibrada para situarnos por encima de nuestra natural tendencia al individualismo de criterio. En muchos casos, como decía, hace falta ser muy bueno para olvidarse de uno mismo y seguir las pautas, porque es posible que no siempre visualicemos a la primera la estrategia conjunta y nuestra participación en ella. Aunque se lleven a cabo someros esfuerzos en la comunicación y el acertado estilo de dirección del líder no nos sea ajeno, en más de una ocasión surge la rebeldía interna (quizá –aunque sea por un corto periodo de tiempo- nos preguntaremos: “¿y esto por qué lo tenemos que hacer ahora?”). Incluso el hecho de que no se cuente en determinadas ocasiones con el liderado requiere del mencionado esfuerzo para el beneficio colectivo, el esfuerzo de la asunción del adecuado rol en el fuero interno y en el externo.

Por eso también es justo que el liderado exija comunicación (por qué) y reconocimiento (gracias), precisamente porque ha modelado su actitud y aptitud –sobre todo cuando paradójicamente se le pide no hacer nada- en aras de un éxito que generalmente se atribuirá al líder. El liderado callará y otorgará quizá aprendiendo a hacer prevalecer un día, en su futuro papel de líder, ese necesario espíritu de grupo.
No, no es fácil ser liderado. Es mucho más fácil ser un mero subordinado.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Adversidad, ¿para qué?

En el campo de concentración, todas las circunstancias conspiran para conseguir que el prisionero pierda sus asideros. Todas las metas de la vida familiar han sido arrancadas de cuajo, lo único que resta es “la última de las libertades humanas”: la capacidad de “elegir la actitud personal ante un conjunto de circunstancias”. Los prisioneros no eran más que hombres normales y corrientes pero algunos de ellos, al elegir ser “dignos de sufrimiento”, atestiguaban la capacidad humana para elevarse por encima de su aparente destino.

Sin llegar a los niveles por los que el Dr. Frankl relata en “El hombre en busca de sentido”, podemos llegar a la conclusión de que la adversidad no siempre tiene que contemplarse bajo un único prisma fatal. La adversidad es como un espejo que, en su reflejo, nos muestra también nuestras equivocaciones o nuestros defectos, como el contrapeso de la balanza que evita la visión falsamente idílica y etílica de nuestra percepción, el sutil (muchas veces doloroso) toque de atención que la vida sitúa en nuestro camino, aquello que hace que dejemos de mirarnos el ombligo.
Hay quien diría estar de acuerdo con esta idea, pero “casi mejor si contemplamos las adversidades en el prójimo y adquirimos así experiencia por contemplación, sin necesidad de acusar el golpe”. Pero en este caso tendríamos la importante carencia de poder aprehender. Sin cambios interiores y asunción real de conocimiento. Y desde luego, dejando la humildad para los demás.

Ningún hombre ni ningún destino –relata el Dr. Frankl- pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Ninguna situación se repite y cada una exige una respuesta distinta. Unas veces la situación en que un hombre se encuentra puede exigirle que emprenda algún tipo de acción; otras, puede ser más ventajoso aprovecharla para meditar y sacar las consecuencias pertinentes. Y, a veces, lo que se exige al hombre puede ser simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz. Cada situación se diferencia por su unicidad y en todo momento no hay más que una única respuesta correcta al problema que la situación plantea. Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento pues esa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar. Su única oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga”.


Y esa actitud es la que nos va forjando. Personal o profesionalmente, los tropiezos en nuestro camino nos van alicatando de consideraciones que no solo son beneficiosas para nosotros, sino que nos proveen del conocimiento y el crédito que servirá para acciones u omisiones futuras, tanto en nosotros como en el cercano entorno al que podamos transmitir. Por eso la adversidad es necesaria. Porque nos hace ser conscientes de la real limitación de nuestras pretendidas capacidades y nuestra propia existencia. Por eso el sufrimiento tiene su parte buena, porque hace que volvamos la vista hacia nuestro interior y nos conduce a profundos periodos de reflexión, siempre que actuemos con la honestidad y la benevolencia con nosotros mismos para llevarnos sin engaño a reconocer, a aceptar… y a superar. No hay nadie menos afortunado que el hombre a quien la adversidad olvida, pues no tiene oportunidad de ponerse a prueba, dijo Séneca.

La persona que no sufre, no crece. No “se entrena” para responderse a sí mismo ni a los demás. No adquiere determinados valores, ni puede transmitirlos y esa es la grandeza del ejemplo. Una vez sometido a escala el motivo de la adversidad, la respuesta adquirirá mayor o menor valor pero siempre, sea cual sea su importancia, tendrá –antes o después- sus consecuencias positivas.
Y podríamos seguir con aquello de “poner al mal tiempo buena cara”, pero ese ya es otro tema.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Apártese del camino trillado

Basarse en conceptos establecidos es relativamente sencillo. Cuando  alguien echa mano del guión, normalmente se centra en seguir sus pasos. Puede que en alguna ocasión se lleve a su terreno el dogma, pero –por lo general- se suele funcionar según lo escrito porque parece que sea ese el criterio aceptado por todos, como una garantía de conocimiento manifiesto.

Lo que ocurre es que en muchas ocasiones podemos provocar el hastío y nuestra capacidad de convencer va quedando paulatinamente menguada. Y si no, piensen en sus clientes. Pónganse un momento en su lugar y traten de imaginar cuántas veces han oído lo mismo que usted les dice… de la misma forma –con la misma presentación, la misma estructura y quizá hasta la misma entonación- que usted se lo dice.

Las empresas se dedican a inventar sistemas de negocio, innovación en sus productos o servicios, avances en sus tecnologías, cambios en su imagen corporativa… Pero ¿qué ocurre con las presentaciones a sus clientes? En los tutoriales, que tienen más de veinte años, aparecía un ejemplo que trataba de exponer la necesidad de diferenciación y que aquí reproduzco:

Un vendedor de seguros de vida hacía gran parte de su trabajo en las salas de estar, hablando con los matrimonios que llevan un montón de años juntos y nunca se han preocupado por suscribir otros seguros que no sean los de la casa o el coche. No creen en los seguros de vida: eso es algo que nunca les sucederá a ellos. Este vendedor analizó la situación de la venta doméstica y sacó a la luz el principal problema. El modo de hacerles cambiar de idea, desde un rechazo total hasta una receptividad absoluta consistía en conseguir que la pareja pensara seriamente que uno de ellos llegara a ausentarse... para siempre. Después de sopesar y ensayar múltiples posibilidades, halló la idea triunfadora. Hizo que le construyeran un féretro en miniatura, de unos 30 cts., escrupulosamente realizado en caoba con apliques de latón. Lo llevaba en posición vertical en su portafolios.
Sentado en la sala de estar frente al matrimonio, llegaba el momento en que necesitaba que ambos recapacitaran en lo que harían cuando uno de ellos desapareciera.
–"Me gustaría que durante un par de minutos –decía a la pareja– pensaran en algo tremendamente serio".
Abría la cartera, sacaba el féretro en miniatura y lo colocaba suavemente, con sumo cuidado, casi con reverencia, en el centro de la mesita que le separaba de la pareja. Se volvía entonces al marido y decía:
–"Dios no lo quiera, pero imaginemos por unos momentos que usted está aquí dentro", y colocaba el índice de la mano derecha sobre el féretro. A continuación, se dirigía a la esposa y le preguntaba:
–"¿Qué haría usted?"
Durante dos o tres segundos se producía un silencio embarazoso y seguidamente, siempre, el marido rompía a hablar. Entonces el vendedor se volvía a él, se llevaba un dedo a los labios, señalaba el féretro y decía:
–"¡Shhh! Usted está aquí dentro"
Y repetía a la esposa:
–"¿Qué haría usted?"
Después, según afirmaba el vendedor, ya podía guardar el féretro y todo iba sobre ruedas. Una forma perfectamente ética de hacer volver a la realidad a una pareja soñadora y que se dieran cuenta de sus futuros problemas y responsabilidades, y los aceptaran. 
Esa es la clave: sea distinto y, gracias a esa diferencia, sea mejor. 


Es un ejemplo sencillo, nada espectacular (cosa distinta sería si el señor de la foto es, en realidad, alguien que está llevando a cabo una presentación de ventas de un nuevo modelo de telefonía móvil, ¿verdad?). Lo que quiero dar a entender es que hoy parece más necesario que nunca distinguirse de la competencia… y de los métodos establecidos. Hace un par de días escuchaba en una entrevista que la publicidad tiende a dejar de lado nuestro aparato racional para centrarse en el de los sentidos. La forma más que el fondo. La imagen y el sonido por encima del propio mensaje. Como no soy publicitario, no creo tener un juicio acertado sobre esto (aunque es cierto que voy olisqueando el área de la locución publicitaria y corporativa, pero eso no tiene nada que ver con el análisis de la publicidad), y no obstante sí me hace llegar a la conclusión de la diferenciación por encima de todo. Es verdad que llamar la atención en un sentido estricto no tiene demasiado sentido si no se complementa con la intención, pero no me negarán que la tendencia a salirse del cuadro es cada vez más común. Por ello, ¿por qué no también en las presentaciones comerciales?

Échele imaginación, Sr. director de ventas. Ponga en funcionamiento su creatividad y la de los miembros de su equipo (y la del departamento de administración, y el de producción, y el de personal, y a todo aquél que en definitiva pueda aportar una sugerencia brillante). Si hace falta, pida consejo a los profesionales de la comunicación. Y dentro de unos “márgenes profesionales correctos”, busque y encuentre su propia diferencia. Posiblemente le vaya muy bien.

lunes, 16 de noviembre de 2009

¡Venga, venga...!¡Ya!

Es más que frecuente encontrarnos con las advertencias, avisos, consejos, recomendaciones y exhortaciones varias que van encaminadas a lo que dice el refrán: “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. En sí misma, la sentencia abriga la intención de evitar nuestra natural tendencia a la comodidad, a llevar a  cabo con puntualidad nuestras obligaciones y, en definitiva, a cumplir con nuestros compromisos en tiempo y forma.

Pero si esa intención es buena, también es cierto que en muchas ocasiones nos lleva a cierta actitud de atolondramiento mental. Una vez tuve un jefe al que le gustaban por encima de todo las cosas terminadas. No es que no quisiera conocer los detalles de su desarrollo, pero su obsesión por “finiquitar” lo pendiente era una de las características más resaltadas en la empresa. Parecía que las entregas no necesitaran de su natural proceso organizativo logístico y, como si la vida le fuera en ello, convocaba frecuentes reuniones en las que se repasaba día tras día el desarrollo de los pedidos en curso. De todos. Si ayer el 103.457 se había dado de alta en el sistema, hoy ya debía estar en el proceso C o D. El jefe de producción, el primer encargado, el responsable de logística, una de las responsables de gestión del sistema, el responsable financiero, todos los que formábamos parte del departamento comercial y el gerente nos dábamos cita en una amplia sala de reuniones para llevar a cabo un seguimiento detallado, porque en ello iba la facturación y los resultados de Valencia, que se analizaban en Madrid.

Sí, en ese sentido tenía algo de razón: por desgracia, parece que en muchas empresas sea necesario el “ojo, que te pillo” para que el flujo se mantenga sin demasiadas incidencias (ahora me viene a la mente el artículo de las 100 entrevistas en el suplemento Mercados en el que la falta de productividad es mencionada como importante talón de Aquiles en nuestro tejido empresarial). Pero existen otros sistemas de control más efectivos, menos tediosos y más productivos, entre otras cosas porque el tiempo empleado para aquel tipo de reuniones con la condensación de todas aquellas personas valía “una pasta”.

Pero permítanme que vuelva a encauzarme en la senda por la que quería ir, porque no era mi intención irme por las ramas. Yo hablaba de la obsesión, y es que en muchas ocasiones salieron partidas parciales de mercancías con una diferencia de uno o dos días, cuando el cliente tenía sobrado margen en el pedido como fecha de entrega (atiéndase a la lógica duplicidad de costes logísticos). Todo por insertar facturación cuanto antes. No obstante, también he podido observar –no, aquí no hablo de la misma empresa- malos planteamientos en operaciones de ventas precisamente por haberse precipitado en su exposición: con el ánimo de conocer inmediatamente la percepción del cliente, la presentación resultó insuficientemente adecuada, lo que llevó a la necesidad del ajuste en las condiciones ofertadas cuando de otra manera no habría sido necesario.

A veces exageramos nuestra condición de “urgencia”. ¡Claro que hay que dejar para mañana lo que es para mañana! El “tiempo prudencial” tiene esa condición prudente porque advierte, avisa, aconseja, recomienda y exhorta a pensar y repensar la mejor forma de hacer las cosas. Cuando el resultado va en ello, también podemos echar mano del refranero y esta vez para la contrapartida: “Vísteme despacio, que tengo prisa”. Si Napoleón podía permitirse tiempo –el necesario-, nuestros gestores también (lo que no quiere decir que puedan adormilarse). Pero es que hay algunos que cogen carretera y manta, ponen la directa… y pedal a fondo.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Las prisas no son buenas

Hace poco me hicieron llegar un correo con una historia que data del 2007. Seguramente muchos de ustedes ya conocerán la anécdota, pero es posible que haya alguno que todavía no la haya oído o leído. La transcribo, porque la reflexión que provoca puede ser trasladada al ámbito empresarial. La verdad, no creo que haga falta que yo añada nada más:

Un hombre se sentó en una estación del metro en Washington y comenzó a tocar el violín, en una fría mañana de enero. Durante los siguientes 45 minutos, interpretó seis obras de Bach. Durante el mismo tiempo, se calcula que pasaron por esa estación algo más de mil personas, casi todas camino a sus trabajos.
Transcurrieron tres minutos hasta que alguien se detuvo ante el músico. Un hombre de mediana edad alteró por un segundo su paso y advirtió que había una persona tocando música. Un minuto más tarde, el violinista recibió su primera donación: una mujer arrojó un dólar en la lata y continuó su marcha.
Algunos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared a escuchar, pero enseguida miró su reloj y retomó su camino. Quien más atención prestó fue un niño de 3 años. Su madre tiraba del brazo, apurada, pero el niño se plantó ante el músico. Cuando su madre logró arrancarlo del lugar, el niño continuó girando la cabeza para mirar al artista. Esto se repitió con otros niños. Todos los padres, sine excepción, los forzaron a seguir la marcha.
En los tres cuartos de hora en que el músico tocó, sólo siete personas se detuvieron y otras veinte dieron dinero, sin interrumpir su camino. El violinista recaudó 32 dólares. Cuando terminó de tocar y se hizo el silencio, nadie pareció advertirlo. No hubo aplausos, ni reconocimientos.
Nadie lo sabía, pero ese violinista era Joshua Bell, uno de los mejores músicos de mundo, tocando las obras más complejas que se escribieron alguna vez, en un violín tasado en 3,5 millones de dólares. Dos días antes de su actuación en el metro, Bell colmó un teatro en Boston, con localidades que promediaron los 100 dólares.
Esta es una historia real. La actuación de Joshua Bell de incógnito en el metro fue organizada por el diario The Washington Post como parte de un experimento social sobre la percepción, el gusto y las prioridades de las personas. La consigna era: en un ambiente banal y a una hora inconveniente, ¿percibimos la belleza? ¿Nos detenemos a apreciarla? ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado?
Tan sólo una mujer le reconoció. Stacy Fukuyama, una funcionaria del Departamento de Comercio, llegó casi al final de su actuación. No lo dudó ni un segundo: el que tocaba el violín no era ningún artista callejero. Le había visto hacía tres semanas en un concierto en la Biblioteca del Congreso. Y se quedó mirando, atónita, hata que la última nota salió del Stradivarius. “Ha sido lo más impactante que he visto en Washington”, reconoció Fukuyama. “Joshua Bell estaba allí tocando en hora punta, y la gente no se paraba, ni siquiera miraba. ¡Algunos incluso le echaban monedas! ¡Cuartos de dólar! Yo eso no se lo haría a nadie”.
Lo que más extrañó a Bell, sin embargo, fue que al final de cada pieza “no pasaba nada”. Nada. Ni un bravo, ni un aplauso. Sólo silencio. En total, Bell almacenó en la funda de su Stradivaruis 32 dólares y algo de calderilla. “No está mal”, bromeó, “casi 40 dólares la hora. Podría vivir de esto… ¡y no tendría que pagar a mi agente!”
Una de las conclusiones de esta experiencia podría ser la siguiente: si no tenemos un instante para detenernos a escuchar a uno de los mejores músicos del mundo interpretando la mejor música escrita, ¿qué otras cosas nos estaremos perdiendo?


Recientemente hemos estado hablando aquí y en otras páginas de estereotipos, de apariencias, de talentos, de propuestas... Hay valores anónimos en las empresas al igual que en las estaciones de metro esperando ser reconocidos. Están ahí, pero sólo hay que fijarse un poco, ¿verdad? (Vaya, al final no he podido evitar añadir una última reflexión).


lunes, 9 de noviembre de 2009

Ideas que mueven montañas


Cuando hablamos de iniciativa empresarial, ya entendemos que no solamente hablamos de iniciar un negocio propio. Ya no se centra el concepto de iniciativa empresarial únicamente en la asunción del riesgo para crear una empresa si las posibilidades de lucro son considerables. Desde principios del S. XX ya se considera al empresario como un “agitador”, un generador de cambio con afán de innovación y progreso, un destructor de viejos sistemas con objeto de establecer nuevas formas de hacer negocios, con ideas revolucionarias.

Lo que ocurre es que normalmente consideramos la luminosidad de iniciativas en renombradas empresas de éxito. Y generalmente achacamos la iniciativa al cabeza de empresa, o a uno de los directivos top ten. Pero muchas veces resulta que las iniciativas empresariales parten de ideas anónimas, quizá por parte del empleado de mantenimiento, la recepcionista, el contable o una de las jefas de ventas. ¿Le parece raro? No lo es, en absoluto.

Una de las líneas de fabricación de un producto concreto para Europa en una multinacional francesa par la que trabajé partió de un montador. Esa fue la idea que comenzó a constituir  el engranaje de una gran maquinaria. Lo que desconozco es si el empleado fue considerado por la empresa o no, pero nada de ello se habló al respecto y sospecho que, de haber sido reconocido, aquella noticia no sólo se habría mantenido en el corrillo del personal de fabricación a través de los años, sino que se estaría utilizando por parte de la empres como elemento motivador para fomentar una mayor vinculación. Quizá en su día se le reconocería a algún gerente y punto. Y a lo mejor, ni esas.

Otro ejemplo fue dicho por Luis Bassat en su programa (que por cierto, salta en sus horarios de emisión más que las ranas de Budweiser; por eso he dejado de seguirlo): “las mejores ideas no siempre han partido de los creativos publicitarios de la agencia, sino que en ocasiones ha sido una administrativa o uno de tantos diseñadores gráficos quien ha tenido la genialidad”.

Pero en cualquiera de esas ocasiones, si alguien ha tenido su momento de inspiración es porque ha estado pensando. Se ha estado preocupando de “cómo podría mejorarse esto”. Ese ha sido precisamente el punto de partida. Así –simplemente así-, por medio de alguien que se ha interesado, sea quien sea, una iniciativa presentada se ha puesto en marcha. Y en realidad… ¡sólo había que fomentar la participación! También a este respecto se puede encontrar un relato a modo de ejemplo en este artículo de Pablo Rodríguez (Economía Sencilla).

¿Qué es lo que ocurre en muchas empresas en las que se desprecia la “iniciativa común”? Al gerente de una de las plantas le pregunté una vez: ¿has solicitado ideas al personal? Y me contestó que una vez se le ocurrió hacerlo en otra plaza distinta, “pero no veas las alhajas que me llegaron… ¿Y qué?... ¡Pues que yo no estoy para perder el tiempo!” Ahí dejé la conversación. No valía la pena continuarla, de verdad. Pero si eso llega a ocurrir en una empresa pequeña, en la gran mayoría de ellas se habrían escuchado las iniciativas bienintencionadas, se habría dado una explicación al ocurrente inductor del por qué de la imposibilidad de poner en marcha el proyecto o se habría reconocido (y no sé si premiado) al susodicho si la iniciativa hubiese sido practicable.

Para que surjan ideas, previamente debe facilitársele el camino al interés. Para “mover montañas” debe idearse primero el cómo, pero a veces da la impresión de que la participación a iniciativas esté sentenciada de antemano. Comprar ideas es uno de los mejores negocios en nuestros días. Si usted es directivo en su empresa, aproveche: las tiene a muy buen precio entre su personal. Saldrán antes o después, ya lo verá... aunque cosa distinta es saber si de verdad está usted dispuesto a ello.

viernes, 6 de noviembre de 2009

A fabricar ilusiones

La verdad es que yo quisiera ser una de esas personas con gran capacidad para ilusionarse. Al fin y al cabo, es la ilusión la que provee de un temperamento alegre y conforma una manera de vivir. Y a todas estas personas siempre las he envidiado. No sé si de forma sana o insana, pero las envidio. Ayer, recogiendo a mi hija del colegio, me encontré con un conocido con quien había tratado más cercanamente hace unos años. Se dedica a inversiones inmobiliarias y en aquella época conducía un BMW 540i, tenía su despacho en plena Plaza del Ayuntamiento y, en general, la vida le sonreía. Pues ayer, decía, me lo encontré. Ha perdido el despacho, perdió el coche –conduce uno de segunda mano-, el banco está a punto de embargarle el piso y… ¡el tío estaba feliz! No, no es que estuviera haciendo el papelón delante de su hija, no. Es que de verdad estaba feliz y si rememoro las veces que me he cruzado con él, siempre lo he visto sonriendo.

Si yo hubiese sido como él, con crédito –como reza el dicho- habría vendido la Torre Eiffel. Porque las personas que, aun contra viento y marea, muestran su mejor ánimo, venden mucho más. Venden porque no fingen sino porque –incluso quizá sin ellas saberlo- “han encontrado el arte de vivir y lo manifiestan en el lenguaje de sus ojos, en la frescura de su sonrisa, en esos olvidos de lo que para muchas personas constituye el tema central de sus conversaciones: enfermedades, accidentes, precariedad o incomodidad laboral, diferencias familiares y una larga letanía de oscuros tonos y tristes musicalidades” (Miguel Ángel Martí, La Ilusión, Espasa 1993).

Yo no llego a tal magnitud. Y no porque me pase el día hablando de accidentes y enfermedades, sino porque cuando uno está inmerso en el mundo de las ventas es algo difícil no dejarse llevar por las malas circunstancias: días, muchos días en los que cuando no es porque no se obtiene respuesta es porque uno termina una y otra vez con promesas vacías de contenido; o por clientes que no atienden los pagos; o por ofertas o presupuestos que deben ser revisados a la baja en su cotización (cuando los hay, si los hay); o por condiciones de pago que deben ser ampliadas; o por anulaciones de pedidos incluso cuando la mercancía ya está entregada y todo bajo muy tenues excusas… Sí, es fácil dejar de considerar adversidades casi diarias.

Pero resulta que ilusionarse no tiene por qué radicar precisamente en el ámbito profesional y sus circunstancias. Seguramente ahí está el error, en dejar de lado las otras pequeñas cosas de las que podemos extraer bienestar. ¿Por qué no voy a tratar de ilusionarme con un paseo con mi mujer o con mi madre, con una conversación con mi padre o con mi hijo, con una paella el domingo, con una sesión de película en el sofá y ración doble de pipas…? ¿No será que condiciono excesivamente mi estado de ánimo a circunstancias profesionales? Oh, sí, por supuesto que son importantes, pero… ¿es lo único de lo que me tengo que ilusionar?

Es bueno que nos fijemos metas y que nos ilusionemos con ellas, pero deberíamos ser certeros. Y si es necesario, habrá que fabricarse una escala de sub-metas que mantengan vivas nuestras ilusiones. Los que nos dedicamos a las ventas podemos centrar nuestra ilusión –por ejemplo- en las relaciones con las personas y dejar momentáneamente de lado la que corresponde a las operaciones. Puede que debamos plantearnos fabricar una realidad distinta de la que estamos acostumbrados a ver y de esa forma ir cubriendo pequeños pasos que mantengan viva nuestra ilusión, nuestro ánimo. El objetivo será no dejar nunca de redescubrir otras ilusiones más cotidianas e igual de importantes, porque las ventas (como otras profesiones) no son todo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Estereotipos perversos

La verdad es que en más de una ocasión me he dejado llevar por las apariencias. Cuando nos personamos en una situación, puede ser fácil enclavar el contexto o la persona con la que tratamos en un determinado estereotipo. Parece que es una tendencia natural del ser humano y no voy a atreverme a decir que sea mejor o peor, pero no hay duda de la conveniencia de ampliar siempre las miras.

Porque dejarse llevar por las apariencias o disponerse a manejar los estereotipos tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Al fin y al cabo, son las primeras armas de la intuición (ese primer pasillo en la estimación de prevenciones u oportunidades) que nos ayuda a previsualizar el devenir del acontecimiento, aunque la intuición no sea un conocimiento deductivo o racional. Pero es precisamente por eso que caemos en muchas ocasiones en el equívoco.

Yo creo que me he limitado en mi clasificación de estereotipos. Al ser demasiado simplista, es evidente que situaba el contexto o la persona en una percepción bastante exigua.  Como sólo configuraba los patrones A, B y C, la persona (cuidado, que aquí sólo estoy poniendo un ejemplo) la calificaba previamente de pijo, tonto o vago en mi primera impresión. Evidentemente, me faltaban los patrones D, E, F, G, H, I, J… y sin lugar a dudas era mi falta de experiencia (vivencias, relaciones, encuentros, circunstancias) la que me obligaba a ser escueto en la diversidad posible de calificación. El resultado era el lógico “chafón de no te menees”.

Lo que quiero decir con todo esto es que en muchas ocasiones nos dejamos llevar por la primera impresión. Pero quizá es nuestro afán de predecir, de convertirnos en aprendiz de brujos, lo que nos lleva a dejarnos guiar por tan simple método (ni siquiera nos molestamos en esperar a corroborar… y es que somos unos linces, oiga). “Yo –dicen muchos- sólo tengo que verle la cara a una persona y ya sé de qué pie cojea”. ¡Toma ya!

Caramba, que me lo diga la bruja Lola… pues tira, vale; pero que me lo asevere con rotundidad una persona de las que se dirían “normales” últimamente me empieza a molestar. Eso sí: lo que ya me saca de mis casillas es la reiteración en estos Rappeles de pacotilla, y lo malo es que lo he visto en más de una ocasión… ¡por parte del directivo de una empresa! ¿Se imaginan qué pasaría si quien dice algo así es un aspirante a ocupar la responsabilidad del departamento de RRHH de esa empresa?

Y fíjense que en los manuales de venta y negociación se tratan los estereotipos de manera controvertida (yo mismo tengo algunos en esta página, pero he visto algunos más). Por un lado, se encasillan las diferentes personalidades del comprador o negociador; por otro, la típica sentencia reiterada: ¡jamás se deje llevar por las apariencias o la primera impresión! A pesar de todo, personalmente he de decirles que me sigo dejando llevar a priori por la intuición –entiéndase a falta de otros datos- basada en el conocimiento y la experiencia, pero con una mayor amplitud de estereotipos.

Ahora bien, trato a la mayor brevedad posible de proveer de crédito a mis primeras impresiones con toda la información que me sea posible conseguir. Ya no podemos encasillar tanto como lo hacíamos hace bastantes años, y nuestro acceso global al conocimiento y a la información debería prohibirnos permanecer demasiado tiempo en la aventura de las adivinanzas. En ocasiones –y según para qué- es bueno no fiarse tanto de uno mismo, ¿verdad? Al fin y al cabo, rectificar es de sabios. Pero rectificar sobre la marcha es también de hábiles, muy hábiles. Y como he dicho, a mí ya me han pillado con el pie cambiado. ¿A usted le ha pasado alguna vez? (si a este respecto tiene alguna anécdota divertida que no le comprometa, le pido el favor de que nos haga pasar un buen rato).

lunes, 2 de noviembre de 2009

La duda corroe

En la película “Hostage”, Bruce Willis interpreta a un negociador del FBI. Un hombre trastornado (no me he fijado si es el padre) tiene retenidos en una casa a una mujer y su hijo, un crío de unos cinco años. Otros agentes están apostados con rifles de largo alcance y, al tiempo que Willis está tratando por teléfono con el secuestrador, le informan mediante una pequeña pizarra, mostrada a cierta distancia, de que lo tienen a tiro. Sin dejar de hablar, el negociador les responde a su vez mediante su pizarra : “Nadie va a morir hoy”. Al cabo de dos o tres escenas se oyen los disparos dentro de la casa. El secuestrador se ha cargado a madre e hijo, y posteriormente se ha suicidado. Tres muertos, una carrera truncada y un sentimiento de culpabilidad que supone un giro en sus relaciones familiares, seguramente motivo de desestructura. Para unos, una rápida decisión. Para otros, una falta de decisión -¡no disparen!- debido a la equivocación o al miedo a transitar por la senda del riesgo. En cualquiera de los casos, una consecuencia que hay que pagar.

En muchas ocasiones, es difícil distinguir la prudencia de la falta de valentía cuando lo observamos en los demás. Juzgar es gratis, ¿no es cierto? Y claro, a toro pasado todos sabemos. Como ejemplo, ¿cuántas veces se han encontrado con la típica aseveración del “yo ya lo sabía”, “él/ella debería haber hecho esto en vez de lo otro” o “no sé a qué estaba esperando (…) ya es tarde”? Difícil lo tendríamos todos para hacer un recuento. Pero en realidad, cuando a nosotros nos toca tomar las decisiones arriesgadas, quisiéramos tiempo indeterminado y alternativas numerosas.

Para los demás es fácil aconsejar la alternativa menos mala, pero nosotros sabemos que aún así hemos de correr riesgos, quizá de consecuencias impredecibles. Para los demás es fácil apremiar a la toma de decisiones, pero quizá sólo nosotros conocemos el tiempo del que realmente disponemos así como del tempo más adecuado a nuestras intenciones.

Pero en todo este proceso, lo que no es admisible es la duda manifiesta. Una persona que duda frecuentemente es una persona que no está capacitada para dirigir un grupo. La duda es consecuencia de la falta de visión, incluso en el caso de que todas las alternativas sean favorables o perjudiciales. La duda es consecuencia de una falta de análisis real del problema y sus variables según la decisión. Y la duda es un estigma, es una matrícula que queda troquelada en la espalda de un directivo. Evidentemente, en muchísimas ocasiones tenemos motivos para dudar, pero quien dirige no puede permitirse la excesiva ralentización injustificada de las decisiones (ojo, que puntualizo: injustificada). Eso provoca inseguridad en el grupo y desconfianza en su líder.

El tiempo de duda debería ser directamente proporcional al tiempo de formulación del esquema de nuestros razonamientos a la hora de tomar la decisión y eso, lógicamente, irá en función de la importancia del problema. Por supuesto, si ese tiempo es desproporcionado de forma exagerada nuestra consideración bajará enteros. Posiblemente sólo un índice del 100% de aciertos le salve del linchamiento, pero no deje de considerar los daños colaterales: siempre habrán resquicios por los cuales sus detractores se cuelen.

Por eso, la toma de decisiones debe ser apropiadamente breve. No sólo porque el mundo empresarial lo requiere –lo exige- cada vez más, sino porque en su calificación y cualificación ante superiores y subordinados este factor es fundamental. Y todo ello contando con que sus decisiones resulten finalmente acertadas. Imagine cuando una parte de ellas no lo sean. Si la duda corroe, la equivocación entierra. No lo dude.