Buscando definiciones, he encontrado que la palabra “carisma” se refiere especialmente a la potestad de ciertas personas de motivar con facilidad la atención y admiración de otros gracias a una cualidad magnética de personalidad o de apariencia.
Toda persona que vende algo (un producto, un servicio, un proyecto…) aspira a transmitir un carisma positivo, “alumbrante” –más que deslumbrante- y en consonancia con su línea de interés. Un sargento de artillería, por ejemplo, no se sentirá especialmente satisfecho consigo mismo si descubre que proyecta el carisma (y esto solo es un decir, que yo fui de artillería) de un vendedor de menaje. En este caso, su influencia “funcionaría” más si se orienta en el sentido de la practicidad y el uso eficiente de elementos que en el de la estrategia de combate. Quizá no tenga carisma para una cosa, pero sí para otra (aunque donde está, no le sirva para nada).
El problema reside en los carismas disfrazados. Existen muchos casos en los que se intenta transmitir una imagen artificial utilizando esa habilidad “magnética” que ciertas personas poseen. Indudablemente, la capacidad de atracción persiste pero, en estos casos, bajo el manto de la apariencia y no precisamente de la propia personalidad. Se adquiere así una imagen que trata de impulsar el objetivo que se persigue, de modo que el receptor identifique la supuesta consecuencia entre los valores de la forma y el fondo.
Pero, por lo general, los carismas artificiales se caen cuando se tiene acceso a la verdadera personalidad del sujeto. Habíamos imaginado que tal persona era hombre o mujer de determinadas virtudes, consecuente con sus proclamas y valedor, por tanto, del mensaje. Pero no; no era como pensábamos (y vaya usted a saber cómo pensábamos que era, porque ahí la subjetividad es un mundo). Es entonces cuando lo que se consideraba magnetismo y atracción se traduce ahora como engaño y manipulación. El mensaje ya no tiene el valor que rezumaba antes de caer la coraza del emisor. Y con esta en el suelo, dicho mensaje cae en descrédito, ¿verdad?
¿Y por qué? Porque hemos confiado más en la forma que en el fondo. Porque nos hemos detenido en una cómoda superficialidad y nos hemos adherido más al continente que al contenido. De esta manera, terminamos echando la culpa al mensajero quizá para esconder nuestra propia incongruencia (en el caso de que nos consideremos personas medianamente analíticas) y desechamos así todo el valor que acompañaba al pack: ni mensaje, ni contenido, ni proyecto, ni puñetas. Desde luego, podemos decirnos entonces que nunca más: a la próxima habrá que estar alerta, manteniendo los ojos bien abiertos… sin darnos cuenta de que “a la próxima” volvemos a mantener bien alto el pabellón de la percepción de la imagen que proyecta el portador del siguiente mensaje, porque claro: si el envase no es atractivo, el producto debe ser deficiente o inadecuado (me viene a la mente cierto paralelismo recordando el post de Cristal00k, aunque esta misteriosa bloguera no lo haya enfocado al terreno empresarial).
Hay compradores que dan excesiva importancia al vendedor (a sus gestos, indumentaria, expresiones quizá no del todo elocuentes) sin apercibirse de que les están presentando oro a precio de cobre. Y compradores que también dan excesiva importancia al vendedor (invitaciones, agasajos y adulaciones) sin apercibirse de que les están presentando cobre a precio de oro. En el primer caso, no existe carisma alguno. En el segundo, en muchas ocasiones la artificialidad raya en la manipulación. Y no quiero seguir con ejemplos que incluyen a directivos con sus subordinados o Blogger se me va a fundir de aquí por la extensión. Para qué hablar, por tanto, si me refiero a determinados políticos…
Por eso, no hay nada mejor que analizar objetivamente el fondo para averiguar no sólo qué tipo de carisma nos están poniendo delante de nuestras narices, sino también nuestra capacidad de discernir lo importante de lo que no lo es tanto. Hay proyectos que valen la pena y otros que no la valen, independientemente de quién o cómo nos los presenten.