"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"

"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"
gidval@gmail.com - (Valencia, España)

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viernes, 30 de octubre de 2009

¿Y ahora qué escribo?

Pues miren ustedes: hoy no tengo especialmente nada que decir. De hecho, no me apetece escribir sobre un tema en concreto. Ayer, a mediodía, me quedé pensando sobre determinados temas y a cada cual lo calificaba de “peñazo” –perdonen ustedes la expresión-. Levantaba la mirada hacia la librería (¿qué hago?... ¿Me apoyo en un tema concreto de alguno de los libros?  ¿De cuál?) y la bajaba de nuevo hacia la pantalla del ordenador. Nada. Ningún tema me seducía.

Por tanto, llegaba a pensar: ¿para qué narices tendré que hablar yo sobre ventas, si en estos momentos estamos todos un poco cansaditos sobre lo difícil que está la venta, sobre el ánimo y la perseverancia que hay que poner sobre la mesa, sobre las orientaciones de la dirección comercial, sobre…? Y como no voy a redundar ahora de nuevo sobre la conveniencia de sobreponerse a las dificultades… pues nada, mire usted: ¡que no me da la gana!

Ojo, es que yo soy así. En ocasiones me concedo el gusto de echarme la manta al cuello. ¡Qué puñetas!,  también tengo derecho, ¿no? Salirse por la tangente, desconectar, tomarse un descanso imprevisto… (no me dirán que nunca lo han hecho ustedes en alguna ocasión). Y así estamos, sin ganas de escribir sobre nada que tenga que ver sobre el mundo de las empresas. Entonces…

Miren, sobre la marcha (no, que nadie crea que es premeditado) les voy a poner el enlace al vídeo de la actuación de un amigo mío. Porque resulta que –ya lo he comentado en alguna ocasión- las cosas de la informática no son lo mío, de modo que no tengo ni idea de cómo se puede guardar un vídeo de esos que salen en YouTube. El enlace es este:

** Ya no hace falta. He suprimido el enlace por la explicación que sigue:

GRACIAS -UNA VEZ MÁS- A MARÍA HERNÁNDEZ, HE SIDO CAPAZ DE INSERTAR EL VÍDEO EN EL BLOG  (¿no les digo yo que para estas cosas no soy lo que se dice un "lince"?)





Evidentemente, este señor no es Eugenio –aquel genial humorista de los 80-. Este señor se llama Antonio y trabaja para la productora “Saben aquel que diu, S.L.” Antonio es un tío que tuvo algo de suerte. Había muchos imitadores de Eugenio en los escenarios de 3ª o 4ª división y él era uno de ellos. Cuando yo lo conocí, no hacía mucho tiempo que había asumido la “oficialidad” de la imitación, concedida por parte de la mencionada productora propiedad del hijo del artista.

Antonio es uno de los tíos más humildes y cercanos con los que me he cruzado. Amable, atento y dispuesto a echar una mano en lo que se le requiera. Una persona con escasos medios económicos, pero a quien la fortuna ha visitado (al menos temporalmente). No es que con esto tenga resueltos sus problemas, pero es un soplo de aire fresco para una persona que vive del mundo del espectáculo y que, verdaderamente, se lo merece. Y no lo digo yo. Todos los que conozco que conocen a Antonio (ale, ahí queda el quiebro) hablan maravillas de él. De modo que enhorabuena, Antonio, porque además tienes un trabajo que hace reír a las personas (quizá no a todos, pero sí a la mayoría de los que van a ver sus actuaciones). Seguramente contigo rememoran mejores épocas y lamentablemente volverán a la realidad (como el Matías del artículo de Josep) cuando salgan del local, pero les habrás hecho pasar un rato estupendo.

Que no. Que no me apetece hablar de empresa, de modo que no voy a enlazar con paralelismo alguno. ¿No les pasa a ustedes también? ¿No tienen momentos de esos de “ahora no me apetece”? Pues eso me pasa a mí. ¿Será la procrastinación, esa palabreja que he aprendido en el transcurso de estos meses de lectura de blogs? Bah, no sé, pero con permiso. Ustedes perdonen.

miércoles, 28 de octubre de 2009

¡No me lo creo!

Cuando un director de doblaje asume la responsabilidad de dotar a una película de un idioma distinto a la V.O., es consciente de que asume un reto que impregnará de valor o de vulgaridad a un film. Por eso, un director lleva a cabo un cuidado proceso de selección de los actores de doblaje en función de las características del personaje a doblar, así como del estilo de papel que ha de asumir.

Hay que tener en cuenta que el actor de doblaje debe “metamorfosearse” en quien ve en la pantalla que tiene ante sus narices, adquirir ese rol variable en una u otra situación y expresar apoyado únicamente en la voz. No cuenta con recursos faciales ni movimientos propios que pueda captar la imagen, porque esas expresiones y movimientos ya están ahí y no queda más remedio que adaptarse. Su voz, por tanto, es la única forma de convencer al director y, por ende, al público.

En realidad, cuando digo “voz” digo expresión, intención, interpretación y comunicación mediante un sólo canal (cuerdas vocales). Por eso, el actor debe convencerse a sí mismo de que en ese momento es quien debe ser. Puede parecer gracioso, pero en el fondo no tiene nada de ello cuando el director le explica previamente al actor su identidad provisional: “eres un dragón que tiene problemas de garganta y cuyo único recurso es conseguir los caramelos de la torre del castillo”, por ejemplo. No sé (todavía) cómo narices lo hacen, pero el actor termina siendo un dragón con faringitis.

Por eso, una de las expresiones que más usa un director de doblaje es esa: “no me lo creo”. No se cree al personaje, no se cree el realismo del que debe quedar vestida la acción o situación concreta, no se cree las emociones que en teoría debe mostrar la secuencia cuando con la voz no se ha dotado de la identidad concreta y precisa que requiere lo que la película pretendía mostrar. Y si el director no se lo cree, se repetirá cuantas veces haga falta hasta que ella o él se lo termine creyendo. A tozudez pocos les ganan porque deben ser perfeccionistas, porque el trabajo debe presentarse con el principal de los requisitos en ese mundo complicado (que aunque no lo parezca, lo es y mucho): convencer.

Por eso el director “vive” y “siente” cada personaje como debe hacerlo el actor. Y por eso exige que el actor “viva” y “sienta” cada personaje como ella/él mismo hace. Como adivinarán, ese trabajo no está exento de roces porque un actor de doblaje tiene, al fin y al cabo, su propio criterio (“¡Pero si lo he hecho bien!, ¿por qué puñetas tenemos que repetirlo?”). Pero hay algo que se le olvida fácilmente: el director está situando un personaje dentro de un contexto global en el que también interactúan otros personajes (que en muchas ocasiones el actor no verá, porque en ese mundo se trabaja “take” a “take”). Por eso hay muchas ocasiones en que aparece, y con razón, la dichosa frase: “no me lo creo”. Y si no aparece –porque el actor es un profesional con mucha experiencia y los directores son personas que aprenden pronto a manejar la sutileza- se insinúa mediante la sugerencia a los matices, pero el significado es el mismo.

Así son también las ventas. El vendedor es un señor o señora que tiene que creerse, desde un principio, su producto o servicio. Si no se ha empezado por ahí, la cosa comienza mal, muy mal (y mejor que no comience). El director empleará la exposición del contexto y las sugerencias oportunas para que el vendedor-actor convenza a los clientes-público. Y si el público-mercado potencial “se cree” lo que el vendedor quiere transmitir, la operación podrá llegar a buen fin. Por eso, como puse junto a la pequeña foto en el encabezamiento del blog, “no emplee su tiempo sólo en trabajar; úselo también para convencer… y generar así los negocios”.

lunes, 26 de octubre de 2009

Presión y súplica



Cada vez en más ocasiones nos encontramos con una frase que está convirtiéndose en algo generalizado en muchas empresas: “Es que ahora no se vende”. Uno podría pensar que se han puesto en práctica todas las iniciativas en ingeniería de representación posibles, que se han analizado nichos, áreas, competencias (externas e internas) y se han llevado a cabo todas las tentativas, habidas o por haber, hasta caer razonablemente en la conclusión más extendida en estos momentos: no se vende.

No obstante, ocurre que en muchas ocasiones el sistema escogido para tratar de solventar la papeleta es la presión al equipo de ventas. Un sistema que revisa periódicamente las cifras de gastos de los vendedores, un sistema que revisa las condiciones de remuneración, un sistema que revisa –incluso- la propia conveniencia de contar en el equipo con tal o cual vendedor (al fin y al cabo, los departamentos comerciales de las empresas son de los primeros en sufrir restricciones cuando son empresas con sistemas de alta rotación).

Si nos dejamos de semánticas, las estrategias de presión no suponen más que el condicionante bajo amenaza (“si no vendes, habrá que revisar tus condiciones/te vas a la calle”). De esta forma, el vendedor llega incluso a atender un recurso que a mí siempre me ha parecido contraproducente para la empresa: la súplica (“Venga, Manolo, hazme un pedido que, si no, me echan a la calle”), recurso que pretende colocar al cliente en la encrucijada. En la mayor parte de las ocasiones es simulado –pero con los mismos efectos perniciosos- aunque en otras pueda ir en serio.

Me consta que muchos directores comerciales han sido y son conscientes de esta táctica. Quizá porque en su época de vendedores la llevaron a cabo pero, en cualquier caso, si cumple con los objetivos el medio es válido. Que el cliente piense lo que quiera… pero que el vendedor traiga ventas, o ya sabe que debe atenerse a las consecuencias. Al fin y al cabo, visite este a unos o a otros, le pagamos por traer pedidos y no por la prospección o negociación. De la presión a la amenaza y de la amenaza al miedo. Y la primera consecuencia es, obviamente, la pérdida de identidad: no vendes, no eres.

Pero la verdad es que, aunque se siga utilizando regularmente, la presión funciona cada vez menos. Sí, sí, menos. Lo que quiero decir es que ha ido perdiendo su significado, porque su utilización sistemática y la época por la que pasamos la ha dotado de “categoría adolescente”. Demasiados directores de venta quedan en evidencia al traspasar la responsabilidad de la cifra de negocio al factor subordinado: sus propios comerciales. Y como no se vende, quizá el departamento ha quedado reducido a aquellos vendedores más antiguos (a los que ponerlos en la calle cuesta una fortuna). ¿Cuál ha sido el motivo de esta situación? “Es que no se vende”. Ya está. No es un razonamiento deductivo muy brillante, aunque hay que confesar que es comprensible.

No obstante, cuando uno decide emplear el sistema “prosocrático” (y perdonen ustedes el palabro) de orientación por medio de las preguntas -sin pretensiones de llegar a la mayéutica, que para eso están los consultores y además no yo sé de esas cosas-, en ocasiones comprueba que muchos directivos del área comercial parecen haber caído casi en el ostracismo conductivo. ¿Ningún fabricante está vendiendo?  No, ¿verdad? Entonces, ¿a qué tipo de clientes, qué clase de productos, bajo qué condiciones y a qué precios podría usted replantearse trabajar? ¿Han extendido su área  geográfica de actuación? ¿Han incorporado productos o servicios complementarios? ¿Han establecido vínculos comerciales específicos?

Cuando los directores comerciales llevan a cabo estas iniciativas, cogiendo el toro por los cuernos, no les hace falta emplear la presión. En realidad, nunca es necesario que apliquen la presión cuando tienen un buen equipo y buenas ideas, porque el diálogo y los planes conjuntos son suficientes. Ahora bien, si por mucho que se haga la cosa no funciona, entonces sí que se hace evidente considerar que las empresas no son ONG’s, pero ese ya es otro tema.

viernes, 23 de octubre de 2009

La felicidad no depende de la realidad


El pasado miércoles tuve el placer de asistir a la conferencia, organizada por el Foro de Encuentro del IESE en Valencia, del doctor Enrique Rojas. El título de la conferencia me llamó la atención (“Una teoría de la felicidad”) y, como ya se sospechaba, no contaba con recetas mágicas. Entre otras cosas, porque el Dr. Rojas vive muchas y muy variadas experiencias de forma muy cercana. Por lo tanto, este señor tiene los pies en el suelo.

La frase que más me llamó la atención fue la que titula el artículo: la felicidad no depende de la realidad. En un primer momento, la sentencia me dejó algo perplejo  (¿cómo que no?)  pero tiene su sentido, y mucho. Citó a algunos autores que testimoniaban esta afirmación con hechos (Viktor Frankl, Tomás Moro, van Thuan) pero, sin engolarse en disertaciones históricas, pasó a centrarse en el área de la cotidianeidad que envuelve su trabajo y sus estudios.

Básicamente, la felicidad viene condicionada por dos grandes bloques: una personalidad equilibrada (que viene a su vez condicionada por la herencia, por el ambiente y por la madurez) y un proyecto de vida estructurado (en las áreas amor, trabajo y cultura). No voy a desarrollar aquí lo que fue una conferencia de algo más de una hora de duración, pero me gustaría detenerme en dos de los aspectos que el Dr. Rojas consideró como fundamentales.

Primero, esa madurez de la personalidad. Un modelo de identidad “sano” y maduro ha recibido, por parte de este catedrático, tres acepciones: el modelo profesor, que puede identificarse con la enseñanza reglada (información), el modelo maestro en el cual la enseñanza sería extraordinaria (traslación) y el modelo testigo, el súmmum de la enseñanza, el más perfecto modelo, el que enseña por medio de la coherencia y el ejemplo en los actos cotidianos –y no cotidianos- de la vida (acción). Este último es, por supuesto, el modelo de madurez por excelencia. Y como síntomas visibles de la madurez, la voluntad (determinación, firmeza, lucha por objetivos) y la capacidad de autosuperación (en los micro y macro traumas), síntomas que son considerados mucho más importantes que la misma inteligencia en la aspiración a la felicidad.

El segundo aspecto destacado, tras la madurez de la personalidad, es el proyecto de vida basado –como antes he mencionado- en el amor, el trabajo y la cultura. El amor (a la persona, a la idea, a la espiritualidad) es la participación conjunta en un proyecto. Aplicados con constancia a la tarea y siempre con el cuidado de lo pequeño, el amor (“obra de artesanía psicológica”, lo llamó) siempre da sus frutos. El trabajo, entendido este como “ocupación” y no como empleo, es una dedicación bien hecha y el indicador clave a esto último es sentirse satisfecho en conciencia con uno mismo al terminar la jornada. Y en cuanto a la cultura, en este apartado debe entenderse como la capacidad para ir a contracorriente, no considerando la verdad como “simple acuerdo de consenso” (yo lo llamaría el espíritu borreguil) sino como evidencia reflexiva de la realidad.

Como en otras conferencias, el Dr. Rojas terminó con un proverbio de Lao-Tsé, un sofista intelectual del S. VI a.C.: “El que conoce lo exterior es erudito; el que se conoce a sí mismo es sabio; el que conquista a los demás es poderoso; y el que se conquista a sí mismo es invencible” (y qué razón tenía el chino, ¿verdad?).

Creo que un directivo debe ser algo más que un empleado de alta jerarquía. Si una empresa quiere orientarse verdaderamente a las personas, el directivo debería disponer de esa personalidad equilibrada y, sobre todo, hacerse eco del mencionado modelo testigo. Entonces, cuando vienen “dobladas” es cuando se hace patente que, efectivamente, la felicidad (entendámosla en una empresa como calidad del trabajo + clima laboral) no depende de la realidad, y debido no a una implantación de un relativismo interesado sino al predominio ejemplarizante de valores. Esas sí que son empresas que se orientan a las personas y no porque lo dice su declaración de intenciones (qué ridículo me ha parecido siempre ver ese cuadrito colgado en algunas empresas) sino porque disponen de líderes que se salen del montón o, dicho de otro modo, que son extra-ordinarios.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Mocoso y Blancanieves vs Mario


A muchos nos ha gustado disfrazarnos cuando éramos pequeños. Adoptábamos la identidad del superhéroe, del espadachín, del soldado, de la princesa… Por un momento dejábamos de ser Pepe o Juan, Silvia o Ana y figurábamos como el adalid del valor, del honor, del altruismo o de la delicadeza y elegancia.  El mundo se transformaba (el pasillo de casa era una pista de carreras, la escoba un caballo, el escurridor de verduras un volante o el zapato de aguja de mamá era el de cristal de La Cenicienta) y perdía el realismo para ser decorado en nuestra imaginación con los más variados matices.

En casa tengo un oso de peluche. Se llama “Mocoso”, tiene quince años, doscientos remiendos y dos botones por ojos.  Hecho polvo, sí señor.  Pero resulta que “Mocoso”      –tengo el honor de haber sido quien escogió su nombre- preside la cama de mi hija pequeña, que tiene ocho años. Evidentemente, lo heredó de su hermana pero no ha habido peluche nuevo y espectacular, mecánico, magnético o aerostático que haya podido sustituirlo. Nada, que no hay manera de jubilar al dichoso y esmirriado oso “Mocoso”. ¿Sabe por qué?

Porque un buen día, hablando con mi hija pequeña de no sé qué asunto, tenía yo agarrado al oso por la nuca. Sin perder la mirada directa con mi hija y sin hacer pausas en la disertación, hacía girar la cabeza del oso hacia mí como si escuchara, lo hacía asentir, dar un leve respingo de sorpresa… El oso giraba de nuevo la cabeza hacia la niña, hacia mí, hacia ella de nuevo como diciendo: “Ostras, ¿has oído lo que ha dicho?” Yo aguantaba estoicamente la risa al ver que mi hija desviaba, entre sorprendida y extrañada, la mirada al oso. Del oso a su padre, de su padre al oso… y yo seguía sin desconectar la vista de mi hija, con aire absolutamente natural y como si fuera ajeno a los movimientos del peluche. Así, hasta que ella ya no pudo aguantar más:
-“Papá, Mocoso se ha movido. ¡Te estaba mirando!
Yo no quería arriesgarme a confusiones traumáticas. No tenía intención de mantener un pequeño engaño de consecuencias impredecibles y destapé enseguida mis cartas:
-“No, cariño. Era yo quien estaba moviendo a Mocoso, ¿ves?”, y le enseñé cómo lo había estado haciendo.
Mi hija sonrió divertida (menos mal) y a partir de entonces triplicó su tiempo junto a Mocoso. Incluso una vez tuvimos que disuadirla de meterse en la piscina con el oso (no fuera a ser que se constipara, que estos bichos mediterráneos –se adquirió en un área de servicio de la autopista A7- no están acostumbrados al agua).

Que los psicólogos clínicos me perdonen la “ufanada”, pero creo que en ese peluche subyace la imaginación y el idealismo mucho más que en las secuencias de la Play Station. Creo que la vivencia inconsciente de aquella anécdota envuelve más realismo e intención que cualquier partida del fontanero ese que va dando brincos, ese tal Mario. Cuando se incentiva la  imaginación se estrechan vínculos escondidos, se refuerzan valores positivos y se mantienen vivencias gratificantes.

Y no me invento esto para reafirmar: ayer, la pequeña se puso en el VHS (todavía vive ese trasto) la película “Blancanieves”. ¡Y los dos mayores (19 y 18 años) se incorporaron a la audiencia! Aunque recordaban algunos trazos, estuvieron preguntando a mi mujer sobre determinados detalles de la película. Terminaron poniéndose el making off y el segundo propuso traer  uno de estos días a su novia para cenar y tener todos una nueva sesión de peli Disney, pero de las antiguas (de las de pretérito medio, mi preferida es “La Bella y la Bestia”).

En las empresas hemos perdido muchas dosis de nostalgia e inocencia. Seguramente esto pertenece al apartado de la inteligencia de las emociones (échame una mano, Josep) pero, ¿verdad que entre tanta tecnología, tanto pragmatismo y tanta estructura nos hacen falta más “Mocosos” en la almohada?

Miren por dónde, en vez de una de “ventas” hoy me ha salido de nuevo una de las de “otras cuentas”.

lunes, 19 de octubre de 2009

Mea culpa

Cuando me doy una vuelta por los distintos blogs a los que usualmente me asomo, puedo observar que existe gente muy preparada que expone una diversidad de interesantísimos asuntos cuyo valor instructivo es manifiesto. Sólo hay que observar números (de comentarios, de seguidores, de visitas…) para deducir sin ningún esfuerzo que es gente muy apreciada, valorada y reconocida. Unos aportan, otros se nutren y todos aprenden.

Participar en la red tiene distinta repercusión, en función de la razón y el objetivo que cada uno tenga. Unos participan por crear y desarrollar su marca personal, otros por mantener vivo e incrementar su networking, otros lo llevan a cabo por altruismo al brindar conocimientos y experiencias sin más motivo, otros por seleccionar parcelas de aprendizaje y nuevos conocimientos… Yo no tengo todavía ni idea de esto de la web 2.0, lo confieso. Llevo unos meses asomándome a estos menesteres y sigo sin comprenderlo. Cuando me pongo a leer a Senior Manager o a Jaime Izquierdo, en artículos que provocan reflexiones internas sobre este asunto, yo mismo me quedo en ascuas. ¿De verdad tengo claro qué pinto yo aquí?

Confieso que los clientes con los que pueda trabajar “me los trabajo” (valga la redundancia) al estilo tradicional: la prospección, la búsqueda de una entrevista, la exposición de productos/servicios y la orientación al cierre. Así lo he hecho siempre, de modo que no considero (al menos todavía) que mi nueva “ocupación” en la red sea una forma de promocionarme. De otra manera, orientaría mis contenidos centrándolos en determinados mercados, expondría casos concretos y desarrollaría asuntos orientados a seleccionados productos o servicios, quizá escondiendo un yo-mi-me-conmigo ensalzado, no lo sé.

Pero verán: como de momento no tengo demasiadas intenciones de quedar como la mujer del César, expongo públicamente que en mi vida profesional me he equivocado en muchas ocasiones. En unas he tenido errores técnicos (cálculo de medidas mal tomadas y no supervisadas, con el consiguiente desfase en el presupuesto presentado) y en otras, las más graves a mi juicio, errores en las decisiones. Por mi culpa, una empresa perdió en el lanzamiento mal planificado de un producto. De hecho, unos años después –que no dos o tres meses- llegué a la conclusión de que nunca debí haber promovido la salida al mercado de aquel producto. El estudio previo de mercado no tenía las garantías mínimas para un nivel medio de aceptación y casi puedo decir que aquello se trató de un empeño personal. Por mi culpa, otra empresa perdió en la compra de una partida de materias primas. Yo las compraba en Centroeuropa y las transformábamos en España. Quise visualizar el artículo terminado en lo que compraba y casi puedo decir que me empeñé en posicionar primero mi punto de vista antes que el del responsable de fabricación. Me aventuré en mi apreciación “de lo que iba a ser” y fallé.

Si bien esos han sido los más “gordos”, ha habido otros muchos fallos más pequeños. Y si bien es cierto que he aprendido de mis errores, estos han supuesto un coste determinado para las dos empresas. Y si bien es cierto también que no me pusieron en la calle por mis fallos, tanto yo a nivel particular (aquí sí procede aquello de “el burro delante para que no se espante”) como la empresa –sin necesidad esta de manifestarlo- exigíamos mi reconocimiento, como mínimo, de los errores.

Creo que reconocer los fallos nos hace más personas. Hace que nos conozcamos más a nosotros mismos y permite a los demás darnos la oportunidad de la comprensión y el acercamiento. Pero ojo: dependiendo de en qué tipo de organización te encuentres y el tipo de personas que la dirigen, también te puede poner a los pies de los caballos o colgarte el sambenito (“Por un perro que maté, mataperros me llamaron”). Pero miren, aún así siempre me ha resultado más provechoso y satisfactorio reconocer mis errores ante mis superiores y mis subordinados. Aunque he de decir que no siempre ha sido así, en la gran mayoría de las ocasiones me he encontrado con la comprensión de los demás. En ese negocio yo he terminado con beneficios en la cuenta de resultados.

viernes, 16 de octubre de 2009

Perseverar o... ¿morir?



Como me dio por asomar la nariz por los mundos del doblaje y la locución, me hice con un libro de una antigua editorial que reproducía guiones de películas (quizá pretendiendo emular a Constantino Romero doblando a Clint Eastwood en “Sin perdón”…  pero eso es como decir que pretendo emular a Fernando Alonso en su “Rinol Erre 29” si me subo a un kart). Un periodista norteamericano entrevistaba a David Webb, guionista del film. Este hablaba de momentos difíciles a la hora de escribir un guión.

P- ¿Cuáles son esos momentos difíciles?
R- En casi todos los guiones que he escrito -y creo que son unos 25- cuando llego hacia la mitad me parece que es un desastre y que nunca debería haber empezado, que debía estar haciendo otra cosa, que he cometido un tremendo error y que es horrible. Pero por supuesto, lo que acabas aprendiendo es: primero, que tienes que acabarlo, que no puedes abandonar; y segundo, que no estás en condiciones de juzgarlo. Desgraciadamente, a veces tienes razón y el guión es una mierda. Pero también es verdad que a veces no es una mierda y no hay manera de distinguirlo, así que se trata de un proceso muy difícil. Por esa razón tengo que escribir muy deprisa, o por lo menos escribía muy deprisa cuando no cobraba, porque tendía a perder la confianza y la fe en lo que estaba haciendo, porque hay momentos de enorme desesperación (…). Aún me pasa. Cuando empiezas, siempre estás emocionado y animado y aún no ves los problemas. Pero luego te vas acercando a la mitad y todo se convierte en una pesadilla. Y luego, cuando vas llegando al final no es que pienses necesariamente que es un buen guión, pero al menos piensas que ya lo vas a acabar y sacas un poco de energía de esa idea, de que al menos habrá una pila de folios terminada. Y puedes decir “escalé esta montaña”, aunque luego sólo haya un McDonald’s en la cima. Por eso es acongojante y difícil, y eso es lo que diferencia a la gente que escribe guiones de la gente que no los escribe. Tienes que atravesar ese valle de la forma que sea.


¡Ah, la tentación del abandono! El reto que tenemos por delante es firme y nos parece “indesgastable”. La comodidad o el miedo, el cansancio o las ganas de relax… No saber realmente si el proyecto alcanzará el fin que deseamos o, lo que es peor, podemos tener el temor de quedarnos nosotros mismos en el camino. ¿Qué imagen proyectaríamos entonces? ¿Cómo llegaría a afectarnos la derrota? ¿No será más seguro claudicar a tiempo? A veces parece que la perseverancia está sobrevalorada (¡Adelante, adelante, adelante…!) pero he leído que rendirse también es algo lleno de valor. Hacerlo en un momento correcto, conservando la dignidad y sabiendo obtener un aprendizaje de la batalla perdida puede hacer que rendirse sea un arte.

Sun-Tzu, en su apartado “Variación de Estrategias”, dice que “hay caminos que no se deben seguir, ejércitos a los que no se debe atacar, ciudades que no se deben asediar, posiciones que no se deben conquistar, órdenes del soberano que no se tienen que obedecer. 
Pero por otro lado, Og Mandino nos anima a perseverar: “Persistiré con la convicción de que cada vez que fracase en una venta, aumentarán las posibilidades de éxito en la tentativa siguiente. Toda vez que escuche un no, me aproximará al sonido de un sí. Toda vez que me encuentre con una mirada de desaprobación recordaré que sólo me prepara para la sonrisa que hallaré después. Cada desventura que me sobrevenga contendrá en sí la semilla de la buena suerte del mañana. Debo contemplar la noche para apreciar el día. Debo fracasar con frecuencia para tener éxito una vez. Persistiré hasta alcanzar el éxito”.

La autoconvicción debe ser medida. Si nuestras posibilidades están ahí, si ciertamente nuestras opciones nos presentan una posibilidad racional de éxito (y no me refiero necesariamente al 100% de los objetivos), la perseverancia es la opción de casi todas las opciones. Y digo en casi todas, porque existe también una perseverancia cerril, un empecinamiento que abandonas una vez te das cuenta que has sobrepasado la línea de la dignidad (o digamos mejor del equilibrio). Dicen que en la vida has de caer para formar tu carácter, para seguir aprendiendo, para encontrar tu propia medida de las cosas. Sí, es bueno conocernos –es fundamental- porque en la vida tenemos que saber en qué plazas toreamos y en cuáles no vamos a hacerlo. Pero también hay que ser conscientes de que la perseverancia indiscriminada nos puede fundir el juicio, la capacidad de medir.

En el mundo de las ventas, la perseverancia es una máxima. Su propia obviedad la ha “vaciado” en la mención de los requisitos en un representante comercial, porque es uno de los motores fundamentales en esta profesión. Y en mi faceta de director de ventas, en más de una ocasión me he encontrado con la intención de un representante de demostrarme su perseverancia. Lo que ocurre es que la perseverancia es una virtud, y como buena virtud yo la considero como una de las grandes cualidades de las tres “s”: sencilla, sincera y silenciosa. Por eso, cuando uno persevera correctamente lo hace poniendo la vista no en su jefe, ni en el trabajo, ni en la sociedad porque todo esto confunde nuestra capacidad de autoanálisis. Lo hace por sí mismo. Pensar en los demás es un recurso, una motivación, una razón que le lleva a aspirar la consecución del objetivo.

Por eso, venda. Venda para lo que necesite: para pagar sus deudas, para obtener el reconocimiento de su jefe o sus compañeros, para irse de viaje con su mujer y sus hijos… Pero persevere (si cree que debe hacerlo y se dan las circunstancias apropiadas) para incrementar sus buenos hábitos como persona y perfeccionar su habilidad como profesional. Eso le pertenece exclusivamente a usted y por eso el beneficio de la perseverancia es sólo suyo. Las comisiones serán la consecuencia externa, pero eso es otra cosa.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Hola, Maquiavelo... ¿estás aquí?



Es cierto que ya sabemos aquello de que “el fin justifica los medios” según “El Príncipe”. En esta obra, Maquiavelo entiende –ojo que esto lo tomo de wiki- que todo Príncipe debe tener virtud y fortuna para subir al poder; virtud al tomar buenas decisiones y fortuna al tratar de conquistar un territorio, encontrándose una situación (que no fue provocada por él mismo) que lo ayude o beneficie a conquistar.

Cualquiera que se interese por la vida de Maquiavelo –dice Joep Schrijvers en “La Estrategia de la Rata”- percibirá el estado turbulento y convulso en que se encontraba Italia en aquella época. A los turistas que visitan actualmente las maravillas de la Toscana, Roma y Nápoles les resultará muy difícil creer que aquella Italia de Maquiavelo tenía cierto parecido con el Afganistán del siglo XXI. Se trataba de un país totalmente dividido, hecho trizas a causa del amargo combate entre príncipes –extranjeros y locales- y clérigos. ¿Quién tiene el control de Florencia, Milán, Roma? ¿Qué guerras se están produciendo? ¿Es cierto que se están reclutando nuevos ejércitos? ¿Ha sido depuesto en gobierno de Florencia? ¿Es verdad que los miembros de ese gobierno se han dado a la fuga? ¿Qué tipo de intervenciones extranjeras podemos esperar? ¿Francia es nuestra amiga o nuestra enemiga?... No hace falta tener mucha imaginación para darse cuenta de que los nobles, los ciudadanos y los clérigos de la zona debían estar preguntándose cosas así.

En mitad de la confusión, Maquiavelo demostró ser el hombre adecuado en el lugar adecuado en el momento adecuado. Tenía el talento de analizar ese nido de víboras, comprender las agendas ocultas de las distintas facciones, formular una hipótesis acerca de sus intenciones y trazar sus propios planes. Y en 1498, como su talento fue reconocido por los legisladores reales –y probablemente también porque se lo había montado de una manera muy inteligente-, Maquiavelo fue designado para un magnífico trabajo: secretario de la segunda cancillería de la república de Florencia, un cargo que ahora podríamos llamar secretario de estado, el cargo más alto que un funcionario de gobierno podía tener.

Maquiavelo se mantuvo en este puesto tan poderoso durante catorce años. Su trabajo consistía en proporcionar a sus superiores informes sobre el estado de las cosas dentro y en los alrededores de Florencia, aunque también tenía que asumir las labores diplomáticas. Con frecuencia era enviado en misiones de embajador a distintas cortes europeas y a los principales depósitos de armas, para juzgar si podían constituir una amenaza para Florencia. Según van Dooren, en el prólogo a una de las ediciones de El Príncipe, “Maquiavelo combinaba las cosas que ya sabía con las que escuchaba; analizaba los comentarios que se hacían y las conversaciones en las que estaba presente; trataba de penetrar el reverso psicológico y humano de los acontecimientos” . Dicho en pocas palabras, ese es el principal talento del florentino y la esencia de una rata: la habilidad a la hora de analizar los significados ocultos de las cosas.

Schrijvers destaca cuatro aspectos de Maquiavelo: el pesimismo (los hombres son desagradecidos, inconstantes, falsos, cobardes y codiciosos. Mientras triunfes, te ofrecerán su sangre cuando la necesidad permanece lejos; pero cuando esta se aproxima, se volverán contra ti), su pensamiento amoral (el Príncipe se puede ver obligado, para conservar su Estado, a actuar contra la fe, la caridad, la humanidad, la religión… Por eso necesita tener un ánimo dispuesto a moverse según le exigen los vientos y las variaciones de la fortuna), el sentido común (a Maquiavelo no le importan las fantasías que la gente pueda tener sobre el poder, sino el poder mismo. Observa lo que la gente hace realmente en el juego político y lo transforma en una guía práctica llena de realismo y muy pegada a la tierra) y su sentido de la oportunidad (sabe que los que imponen las normas deben estar muy atentos a los caprichos del destino, de manera que puedan adaptarse a ellos cuando sea necesario: quien oriente sus acciones de acuerdo con el espíritu de los tiempos tendrá éxito, y fracasará aquel cuyas acciones no se adapten a él).

Las ventas –las empresas, en general- están llenas de Maquiavelos. Maquiavelos que no están “contaminados” por sentimientos de culpabilidad o por ese optimismo (a veces ridículo) que considera que las cosas irán mucho mejor en breve. Maquiavelos pragmáticos, Maquiavelos trepas, Maquiavelos oportunistas, Maquiavelos que hoy te sonríen y te halagan pero mañana te dan la puñalada por la espalda (¿recuerdan a Manolo, en el post anterior, ese a quien llamábamos “el número uno, tío” pero a quien dejamos de servir cuando tiene un problema de pago al atravesar un momento difícil?)… En muchas ocasiones, la empresa es un campo abonado de luchas de poder, tácticas de desgaste, operaciones encubiertas y hasta una magnífica escuela de teatro. Y las tácticas de venta entre la competencia (¿entre la competencia, digo? ¡Incluso dentro del propio departamento de la propia empresa!) son un claro exponente.

Han pasado siete siglos y eso es algo que reafirma el hecho de que la empresa está sometida a la condición humana. Por eso, el modelo de departamento de ventas que queremos, el modelo de empresa u organización que queremos (o en el actualmente nos encontramos), ¿es un modelo Maquiavelo, un modelo Gandhi o un modelo intermedio? Por tanto, ¿hasta qué punto –como aludíamos en el artículo anterior- es importante la cifra de negocio para condicionar nuestro proceder en determinados (o no tan determinados) momentos? ¿No estará Maquiavelo más cerca de lo que en realidad queremos admitir a los demás… o a nosotros mismos?

lunes, 12 de octubre de 2009

Venta consultiva o cifra de negocio


Les confieso que me gustaría que en todos sitios se implantase la venta consultiva. Entender la venta como una acción que trata realmente de satisfacer las necesidades del cliente y desechar cualquier otro elemento de presión, objetiva o subjetiva, que lleve a un beneficio adicional (adicional para quien vende y no para quien compra, pues realmente el “accesorio” y el “de paso…” no era necesario para el comprador). Establecer una relación con un cliente, o un cliente potencial, que tenga por objeto reforzar los lazos entre las empresas, sabiendo que los productos o servicios de mi compañía no deben constituirse en un intercambio sutil de presiones y rechazos, de indicaciones y contraindicaciones…

Porque estoy seguro de que con la venta consultiva el cliente se siente tranquilo, ya que “la venta consultiva  –leo en una página- permite responder de manea efectiva al desafío comercial de dejar de ser un proveedor y pasar a ser un socio de sus clientes. La venta consultiva es vender resultados de negocio para los clientes. Es la venta a compradores de alto nivel encargados de la toma de decisiones y cuyo interés primordial son los resultados del negocio, pues son responsables de estos. Este paradigma requiere el entendimiento del negocio de los clientes y de cómo la aplicación de nuestros productos y servicios permiten agregar valor al negocio”

Habrán adivinado que estaba echando mano de la mordacidad, ¿verdad? Hace años decíamos que, al igual que las empresas debían estar más orientadas al cliente y no tan decididamente a los beneficios, las ventas debían seguir un criterio algo más informativo y en el que el servicio de atención al cliente, o servicio postventa o como lo queramos llamar formara parte del apartado de las ventas, asemejándose al criterio del marketing no en cuanto a la determinación de las necesidades del cliente sino en cuanto a la cobertura de las mismas. Y lo llamábamos ventas, a secas. Pero aún así, aunque le hubiésemos dado ya entonces una denominación, debíamos tener en cuenta que el cliente necesitaba el producto o servicio, que el cliente lo podía pagar, que debíamos potenciar nuestras ventajas y minimizar las carencias con respecto a la competencia pero, sobre todo, debíamos tener en cuenta que teníamos que vender… o nos quedábamos en la calle. Entonces, ¿es diferente a lo que hoy ocurre?

En los 80 y 90, el consumismo favoreció muchas compras superfluas. Los expertos en taponar objeciones se habían preparado concienzudamente y podían dominar una gestión de ventas incluso utilizando únicamente un simulado reconocimiento gratuito al cliente (¡Qué tío más grande eres, Manolo! ¡El número uno! Si supieras lo bien que mi jefe habla de ti…). Un elogio y un bolsillo lleno se convertían en un peligro para el cliente en manos de un vendedor espabilado.

Pero todo eso se acabó. Si Manolo no ha presentado un ERE, hoy no tiene pólizas de crédito como antes. Y claro, ahora Manolo ya no hace caso de los elogios y se mira muy, pero que muy mucho lo que compra, cuando puede comprar, y a Manolo habrá que demostrarle que con nuestro producto o servicio él también ganará, porque tanto Manolo como nosotros conocemos el mercado. Se llamará venta consultiva o no, se pretenderá establecer una relación duradera –como todas las empresas con sus clientes- pero la verdad es que dejaremos de servir a Manolo en el momento en que este empiece a devolver vencimientos (entre otras cosas porque Crédito y Caución nos irá bajando el riesgo) ya que si Manolo nos engancha con una de las fuertes, tenemos muchas papeletas para que nuestra empresa tenga que presentar otro ERE.

Y nuestro director de ventas, lógicamente, nos pedirá que encontremos a más Manolos a los que vender, consultiva o desconsultivamente… pero tendremos que vender. Y volveremos a la misma dicotomía semántica: ¿hay que ser consultores comerciales o vendedores? Creo que nos dará igual cómo nos llamemos y qué tipo de “identidad” queramos darle a la gestión si al final no conseguimos ventas. Antes que todo esto, siempre estará por delante la cifra de negocio.

viernes, 9 de octubre de 2009

La vie en rose


Una forma evidente de automotivarse comienza por creer en lo que estamos haciendo o vamos a hacer. No necesitamos de nada ni de nadie que nos anime o nos felicite paso a paso. El impulso lo generamos nosotros mismos sin necesidad de influencias externas pues, lógicamente, esto último trataría de la motivación (sin “auto”).
Automotivarse no proviene de una cualidad genética. Es un deporte, un hábito que se convierte en habilidad. Perfeccionar una cualidad hasta llevarla al rango de la excelencia, sin embargo, no significa que la cualidad sea innata o adquirida. Por esa misma razón tenemos muchas veces la sensación de impedimento: no consideramos nuestra capacidad de adquisición de determinadas cualidades. Sin embargo, cuando somos capaces de valorar objetivamente nuestras capacidades y oportunidades, ejercemos nuestro derecho a la adquisición de la cualidad.


Automotivarse significa disponerse a desarrollar y pulir la cualidad. Nosotros mismos. Leo en un artículo que la automotivación es “una actitud, un hábito del pensamiento, un modo de vida que se genera a través de la realización del potencial en reserva que tenemos”. Sí, desde luego que el fijar metas y seguir adecuadamente un plan de acción organizado son factores esenciales en el desarrollo de la automotivación. Desde luego que podemos ser personas de iniciativa, de arranque… pero nos sentiremos impulsados hacia nuestras metas cuando reconozcamos cuáles son realmente. E indiscutiblemente, estas  metas deben ser reales, mensurables y alcanzables, y eso significa que, antes que nada, debemos ser sinceros con nosotros mismos. Porque siendo sinceros, sabremos de antemano que tenemos que pagar un precio: el trabajo, el cansancio, el desgaste, el riesgo, etc. deben ser elementos que forman parte del carácter realista de nuestras automotivación. Creo que todos (o casi todos) recordamos aquella frase de la serie de los 80: “La fama cuesta, y aquí es donde vais a empezar a pagar, con sudor”.


Y es que me hace mucha gracia cuando leo párrafos y más párrafos que iluminan las supuestas mentes obtusas con ese mensaje de “No, si tú en realidad puedes; lo que pasa es que eres tonto y no lo sabes (que realmente puedes, o que eres tonto, o quizá ambas cosas)”. Un ejemplo de lo que leo es lo siguiente:
  • Piensa en positivo (desde luego, amigo mío, usted se ha lucido aquí. ¿Cree usted que pensando en negativo, o en neutro, voy a automotivarme?)
  • Rodéese de gente motivada y motive a los demás (y viviremos todos en los mundos de Yuppie).
  • Crea en sus posibilidades (se lo digo yo: usted, cuando de verdad se lo proponga, puede llegar a ser Spiderman. Y no me cuente cuentos: si no lo es, es porque en el fondo no se lo ha propuesto).
  • Piense en la recompensa de sus acciones y en el resultado final (hace unos años vi en la primera página del libro de un amigo una frase que él había escrito: “Voy a ser millonario”. Veinte años después, está en camino. Es mileurista, pero seguramente es que ha decidido mantenerse pacientemente en la senda, quizá siguiendo el ejemplo del libro de autoayuda).
  • Sea agradable (será que la actitud de mala leche no lleva a la automotivación).
  • Procure convertir lo desmotivante en motivante (me suena a aquello de “en esta casa, comer no comemos… ¡pero nos reímos más!...”).
  • Haga una lista de éxitos, empatice con la persona desmotivante, tenga deseos de cambiar, piense en verde, en azul, en amarillo…
En rosa. Parece que tengamos que pensar en rosa, que vestirnos de rosa… y “la vie en rose”, así de fácil. Nada de trabajo. Nada de esfuerzo. Ninguna alusión a la disposición al sufrimiento, a las pegas, a las dificultades diarias (¿será que si se incluyen esos contenidos, los libros no se venderán?). Don’t worry, be happy, Hakuna Matata, campeón, si esto está tirao sólo con que te lo creas…


Eso no es automotivación. Son cuentos del Coyote. Las pretendidas enseñanzas en automotivación, además de aplicar la definición y realismo en una meta, pasarían por un primer punto: establecer el verdadero grado de dificultad y evaluar el desgaste. Cuando procedemos a esa evaluación y la asumimos, comenzamos a automotivarnos si                –voluntariamente, sin estar forzosamente sujetos a condicionantes de necesidad y/u obligación-  ejercemos nuestro derecho libre de afrontar y superar el esfuerzo. Pensar sólo en las bondades y beneficios del objetivo yo lo llamo mera aspiración. Si la intención no proviene de nuestro interior, si procede de alguien que pretende inculcar esas pautas en nosotros,  basarse exclusivamente en esas pretendidas visiones para obtener del “motivado” un esfuerzo, lo llamo manipulación. Tener plena conciencia de lo que cuesta y del sudor que cada día hemos de pagar, manteniendo aún así firme nuestra disposición, eso sí es automotivación. Lo demás son historias.


lunes, 5 de octubre de 2009

El management evolucionado


Voy a volver a rescatar unas frases de los tutoriales que me han llamado la atención por unas reflexiones que creo que ofrecen un paralelismo curioso. A la respuesta a “¿Cómo mostrar interés?”, podemos atender a las reflexiones tomadas del bloc de notas de un comprador.

A usted que me visita:

  1. Intente obtener el máximo de información sobre mi personalidad y mis necesidades antes de contactar conmigo. Eso que usted llama, me parece, la “preparación de la visita”.
  2. Cuando nos entrevistemos no me hable de usted, sino de mí, de mis necesidades, de mi interés, de mi beneficio.
  3. No olvide sobre todo que mi deseo de comprarle es dictado tanto por una reflexión lógica como por mis emociones.
  4. Hábleme de sus productos, de sus servicios, pero siempre en el marco de mis necesidades. Sea usted natural, no adopte un aire “profesoral”: no me gusta sentirme inferior a usted en el terreno del conocimiento.
  5. Escúcheme con la mayor atención, porque cada una de mis relaciones es en realidad un cable que le lanzo para permitirle conducir mejor su venta.
  6. Aprenda a conocer mis necesidades y comprobará que yo puedo confiarle pedidos más importantes que los que le hago actualmente.
  7. No me considere como un cliente definitivamente ganado. Gaste tanta energía para conservarme como la que gastó en su día para conquistarme; si no, la competencia se encargará de ello.
  8. Finalmente, me interesa su lealtad en la medida en que esta no se exprese en detrimento de la empresa; si no, esa lealtad pierde todo su valor.

Ahora, tratemos de situarnos en el marco de las relaciones dentro de la misma empresa. Imaginemos que quien lleva a cabo estas reflexiones es un subordinado. Son reflexiones internas sobre la actitud deseable de su propio jefe hacia él. Y como estas reflexiones que aquí se han expuesto tratan sobre ventas, es lógico que tengan que cambiarse en las frases determinados conceptos, pero esto no constituye un gran esfuerzo. Veamos:

  • En el primer punto, me imagino el interés del subordinado por el hecho de que su superior no se base únicamente en las competencias profesionales, sino que preste también atención a otros condicionantes particulares.
  • En el segundo punto, el subordinado quisiera que el superior focalizara la relación en los intereses del empleado y nunca basada únicamente en la escala jerárquica: hay que bajar “a pie de fábrica”.
  • En el tercer punto, el subordinado verá refrendada su motivación y dedicación en el trabajo no sólo en base a una remuneración, sino también en un trato cercano y reconocido.
  • En el cuarto punto, el subordinado es consciente de que un superior debe primar los intereses de la empresa pero dentro de un marco de integración del empleado, alineando los intereses de este último.
  • En el quinto punto, el subordinado está deseando participar, aportar ideas y soluciones para “conducir mejor” la empresa. Para ello, es necesaria la escucha activa por parte de su superior.
  • En el sexto punto, el subordinado es muy consciente de que su rendimiento mejorará en la empresa en la medida en que sean apreciadas sus necesidades.
  • En el séptimo punto (vamos a poner por caso que el subordinado es susceptible de ser “cazado” por un head hunter) el subordinado quiere mantener su fidelidad a la empresa y a su jefe, pero no a toda costa.
  • En el octavo punto, podríamos cambiar “lealtad” por” interés”, y “empresa” por “resto de los compañeros”. Ser “el elegido”, como en Matrix, en ocasiones es contraproducente y muchas veces las predilecciones son efímeras (además de sin demasiado sentido cuando son manifiestas).

Existe similitud, ¿verdad? Como otros párrafos insertados en algún otro artículo, estas frases tienen aproximadamente 25 años. Lo que me llama la atención es que no dista mucho de las postulaciones que reglan el management actual si las situamos en el marco de las relaciones laborales.

En más de un sitio he manifestado que la base de actuación para una buena relación comercial estable es… el sentido común. Bien, incluyamos dentro de ese sentido común las premisas “ganar-ganar”, “cobertura de necesidades”, “atención personalizada”, “gestión positivista de conflictos” y un largo etcétera de actitudes y buenos deseos en una relación de ventas. ¿Sabe?: lo podemos pintar del color que queramos y adornarlo con tirolinas pero, al final, si todos acabamos contentos la cosa “irá que chuta”. Es decir, lo tradicional, lo de siempre –como el buen pan-, los criterios que en el mundo de las ventas siempre han resultado efectivos.

Yo no soy profesional de los RRHH y seguro que esos paralelismos se quedan cortos con lo que el management evolucionado nos dicta. Pero oiga, de verdad, qué quiere que le diga: hace veinticinco años, los de ventas tampoco iban tan desencaminados.


sábado, 3 de octubre de 2009

Nuevas ventajas competitivas


Nos encontramos en una etapa que está forzando la escala decreciente del ciclo de vida de los productos o servicios. La caída de la demanda nos obliga a matizar y/o perfeccionar nuestras ofertas, porque los clientes están derivando las identidades de productos y servicios hacia el factor precio y financiación. Sin lugar a dudas, los estándares de calidad deben mantenerse pero es momento de eliminar gastos superfluos. Esos mismos gastos, que muchas veces constituían el valor diferencial de las ventas frente a la competencia, han dejado de ser considerados como inversión de apoyo al producto o servicio. La apreciación “suprema” del precio y financiación, como decía, está dejando a muchas empresas sin ideas y, lo que es más grave (como se reflejaba en un artículo anterior) sin movilidad.

Pero hay un factor más que el cliente está dejando de considerar: el posicionamiento de un proveedor como garantía de sostenibilidad en las relaciones comerciales. Trabajar con una empresa bien posicionada en el mercado era sinónimo de garantía repercutida a los clientes. Pero ahora, en estos tiempos, ¿es esto tan influyente?

Un ejemplo para ilustrarlo, de los que hay infinidad: una empresa utiliza el servicio de una reconocidísima empresa logística para la entrega de sus mercancías por todo el territorio nacional. Las entregas, en 24 horas, están garantizadas aunque pueda tener una tasa de demora de, digamos, el 5%. Alguna vez ha habido que “rastrear” uno de los paquetes que conformaban una expedición y que, finalmente, fue encontrado en Sevilla cuando debía ir a La Coruña. Bien, esto ha pasado un par de veces en todo el año y la sangre no tiene por qué llegar al río (todas las empresas de transportes, todas, tienen incidencias… y quien esté libre de pecado que se tire con una piedra al río por mentiroso). Lo cierto es que el servicio que presta una gran empresa confiere, sobre todo, la tranquilidad de un mínimo índice de incidencias.

Pero resulta que trabajar con esta empresa de gran estructura y posicionamiento es un 15% más caro que trabajar con una empresa de estructura más pequeña, aunque con la misma cobertura territorial gracias a sus corresponsales. Y al descender los pedidos en los mercados, esa diferencia de costes puede hoy permitir no sólo contener precios -al imputar menos costes directos al producto que el cliente fabrica- sino también, en el peor de los casos, evitar el riesgo de despido de un operario (es cierto que el riesgo no lo vamos a cubrir con la diferencia en el presupuesto anual de gastos de transporte, pero es uno de los capítulos que ayuda). Sí, es cierto que las incidencias se nos han ido del 5 al 10% -por ejemplo- y hemos tenido que poner a trabajar a nuestro responsable de expediciones como “apagafuegos” en más de una ocasión. No obstante, el ahorro anual es de unos 9000 €… Por tanto, ni el posicionamiento internacional de la gran empresa logística ni el hecho de evitar un mayor ratio de incidencias en las entregas ha supuesto para el cliente el valor diferencial de ventas por el que en su día comenzó a trabajar. El precio ha ganado la batalla y David ha salido triunfante frente a Goliath.

En estos momentos, las empresas deben esforzarse por desarrollar nuevas ventajas competitivas. Son momentos en los cuales los departamentos comerciales deben convertirse en verdaderos asesores, tanto de los clientes como de su propia empresa. Esas nuevas ventajas competitivas deben salir de las cocinas de las ideas de las empresas con los datos que, precisamente, los comerciales pueden ayudar a recabar: quizá haya alguna necesidad que no se esté satisfaciendo, quizá exista algún servicio complementario, quizá podamos promocionar los productos de nuestros clientes (pregunte, pregunte y pregunte, ¿recuerda lo del feedback perceptivo?).


jueves, 1 de octubre de 2009

Percibir las sensaciones


Repasando uno de los artículos que figuran como tutoriales, me es muy difícil establecer un criterio igualitario con los tiempos que vivimos. Tras el informe del Fondo Monetario Internacional (nos quedamos claramente en la cola de Europa), parece que tendremos que inventar nuevas claves que complementen nuestros recursos comerciales. Buen asunto sería que los que nos dedicamos al mundo comercial integremos a nuestras experiencias los conocimientos teóricos (aplicándolos a la práctica) de la Inteligencia Emocional, de la cual el amigo Josep Julián podría instruir.

El servicio al cliente es cuestión de sensaciones. Los productos o servicios principales suministrados por una empresa se pueden evaluar con objetividad: pueden ser pesados, medio controlados en su desarrollo o analizados en su composición. El servicio al cliente también puede medirse; sin embargo, su valor es subjetivo. Por ejemplo, de una entrega se puede decir que es “lenta”. Pero, ¿es lenta en comparación con qué? Lo que importa es la sensación. Algunos se muestran impacientes cuando un amigo llega tan sólo con un minuto de retraso y otros empiezan a molestarse si el retraso supera la media hora. Decimos que “la falta de información” sobre nuestro producto puede ser objeto de queja. Pero, ¿cuánta información es la que razonablemente tenemos que dar? Es difícil marcar con una línea que satisfaga siempre a todos. La única guía definitiva son las sensaciones que nuestros clientes actuales y potenciales tengan acercar de cuál es el grado de información que necesitan. Lo que a unos, en su faceta de proveedores, les parece un buen nivel de servicio, puede ser percibido como malo, inadecuado o insuficiente por un cliente. Las sensaciones y expectativas de los clientes varían con el tiempo y con lo que la competencia ofrece. Se puede estar considerando que un plazo de entrega de una semana es suficientemente bueno hasta que nuestra competencia más reciente sea capaz de garantizar un plazo de dos días.

La diferenciación entre “hecho” y “percepción”, condicionado a la competencia, es tan sutil que pocos advierten la profunda importancia que reviste. Hace poco hemos comentado en el blog “Inteligencia de las Emociones” la importancia de gestionar las preguntas (artículo: Pero, ¿por qué?). En “Economía Sencilla” también pueden obtenerse claves como, por ejemplo, reflexionar acerca de un planteamiento del problema con el objeto de condicionar la respuesta (artículo: Reglas para Revolucionarios). En uno de los comentarios, yo aludía a “El arte de hacer preguntas”, de Pierre Rataud. Y seguramente en muchas páginas se tratarán cuestiones de esta índole. Desde luego, no hay regla fija que generalice estrategias pero existe una de sentido común que se hace patente en estos momentos: ¿qué necesitas… y hasta dónde puedo ofrecerte? Ciertamente, empatía y positivismo, información y oportunidad, sinergia y flujo de servicios y/o productos… Pero va a ser la percepción la reina de las flores. Si bien nuestra empresa puede llegar a hacer un esfuerzo sobrehumano en el ansia de mantener su cartera (que, salvo felices excepciones, no su cifra de negocio) aplicando descuentos, ofertas, promociones o iniciativas especiales, debemos tener en cuenta más que nunca la valoración que nuestros clientes tienen sobre ello. ¿Lo aprecian? ¿Hacemos que sean conscientes de nuestro esfuerzo e interés? ¿Trabajan nuestros representantes ese “feedback perceptivo”?

Le recuerdo, señor director de ventas, una frase que figura también en uno de los artículos en la zona de antiguos tutoriales (y digo antiguos porque, aunque muchos tienen más de veinte años, sus contenidos son aplicables hoy en día): “Dígales lo que va a decirles; dígaselo; y luego, dígales lo que les ha dicho”. Pero no se olvide nunca de que sus comerciales pregunten siempre la opinión de su cliente, de que se preocupen de asegurarse sobre el resultado de la aplicación de las medidas y de que, en definitiva, “la mujer del César no sólo tiene que ser buena; además, debe parecerlo”. Y una vez más: ánimo. Aunque parezca un tópico, el mercado está difícil para todos, pero aquí el que sobrevive es quien más y mejor aguanta.