A muchos nos ha gustado disfrazarnos cuando éramos pequeños. Adoptábamos la identidad del superhéroe, del espadachín, del soldado, de la princesa… Por un momento dejábamos de ser Pepe o Juan, Silvia o Ana y figurábamos como el adalid del valor, del honor, del altruismo o de la delicadeza y elegancia. El mundo se transformaba (el pasillo de casa era una pista de carreras, la escoba un caballo, el escurridor de verduras un volante o el zapato de aguja de mamá era el de cristal de La Cenicienta) y perdía el realismo para ser decorado en nuestra imaginación con los más variados matices.
En casa tengo un oso de peluche. Se llama “Mocoso”, tiene quince años, doscientos remiendos y dos botones por ojos. Hecho polvo, sí señor. Pero resulta que “Mocoso” –tengo el honor de haber sido quien escogió su nombre- preside la cama de mi hija pequeña, que tiene ocho años. Evidentemente, lo heredó de su hermana pero no ha habido peluche nuevo y espectacular, mecánico, magnético o aerostático que haya podido sustituirlo. Nada, que no hay manera de jubilar al dichoso y esmirriado oso “Mocoso”. ¿Sabe por qué?
Porque un buen día, hablando con mi hija pequeña de no sé qué asunto, tenía yo agarrado al oso por la nuca. Sin perder la mirada directa con mi hija y sin hacer pausas en la disertación, hacía girar la cabeza del oso hacia mí como si escuchara, lo hacía asentir, dar un leve respingo de sorpresa… El oso giraba de nuevo la cabeza hacia la niña, hacia mí, hacia ella de nuevo como diciendo: “Ostras, ¿has oído lo que ha dicho?” Yo aguantaba estoicamente la risa al ver que mi hija desviaba, entre sorprendida y extrañada, la mirada al oso. Del oso a su padre, de su padre al oso… y yo seguía sin desconectar la vista de mi hija, con aire absolutamente natural y como si fuera ajeno a los movimientos del peluche. Así, hasta que ella ya no pudo aguantar más:
-“Papá, Mocoso se ha movido. ¡Te estaba mirando!”
Yo no quería arriesgarme a confusiones traumáticas. No tenía intención de mantener un pequeño engaño de consecuencias impredecibles y destapé enseguida mis cartas:
-“No, cariño. Era yo quien estaba moviendo a Mocoso, ¿ves?”, y le enseñé cómo lo había estado haciendo.
Mi hija sonrió divertida (menos mal) y a partir de entonces triplicó su tiempo junto a Mocoso. Incluso una vez tuvimos que disuadirla de meterse en la piscina con el oso (no fuera a ser que se constipara, que estos bichos mediterráneos –se adquirió en un área de servicio de la autopista A7- no están acostumbrados al agua).
Que los psicólogos clínicos me perdonen la “ufanada”, pero creo que en ese peluche subyace la imaginación y el idealismo mucho más que en las secuencias de la Play Station. Creo que la vivencia inconsciente de aquella anécdota envuelve más realismo e intención que cualquier partida del fontanero ese que va dando brincos, ese tal Mario. Cuando se incentiva la imaginación se estrechan vínculos escondidos, se refuerzan valores positivos y se mantienen vivencias gratificantes.
Y no me invento esto para reafirmar: ayer, la pequeña se puso en el VHS (todavía vive ese trasto) la película “Blancanieves”. ¡Y los dos mayores (19 y 18 años) se incorporaron a la audiencia! Aunque recordaban algunos trazos, estuvieron preguntando a mi mujer sobre determinados detalles de la película. Terminaron poniéndose el making off y el segundo propuso traer uno de estos días a su novia para cenar y tener todos una nueva sesión de peli Disney, pero de las antiguas (de las de pretérito medio, mi preferida es “La Bella y la Bestia”).
En las empresas hemos perdido muchas dosis de nostalgia e inocencia. Seguramente esto pertenece al apartado de la inteligencia de las emociones (échame una mano, Josep) pero, ¿verdad que entre tanta tecnología, tanto pragmatismo y tanta estructura nos hacen falta más “Mocosos” en la almohada?
Miren por dónde, en vez de una de “ventas” hoy me ha salido de nuevo una de las de “otras cuentas”.
Germán:
ResponderEliminarAún conservo "mi osito" de peluche, compañero de juegos desde los 2 años, mi primer amigo confidente. Hace mucho que no duerme en mi cama, pero habita en el fondo del armario, agazapado entre la ropa de invierno, esperando que de vez en cuando mis ojos se fijen en él y le conceda el título honorífico de "Oso custodio de mi inocencia".
Guardo un oso de peluche "casi" cuarentón, calvo, algo blandengue, pero tiene sus ventajas, no me pregunta que hay para cenar.
Un abrazo,
María Hdez.
Estupenda historia, Germán.
ResponderEliminarPues a mí me ha recordado algo relacionado con el mundo empresarial (¡fíjate tú!).
Habitualmente, solemos hacer mejoras en los informes que se presentan a la dirección, muchas veces solicitadas por ellos mismos.
Hay informes que van en la versión n+infinito, más o menos, desde la primera vez que se elaboraron.
Curiosamente, en no pocas ocasiones, después de ir cambiando esto por aquí y esto por allá, y darle mil vueltas, se vuelve a una información que se presentaba en una versión de hace tres meses, por ejemplo, y que se había desechado.
Un abrazo
Pablo Rodríguez
Por cierto, ¿nos vemos en Barcelona en Cloud?
Hola, María:
ResponderEliminarese que tienes en el fondo del armario es un verdadero profesional. Pero mira, estoy seguro de que si le das la oportunidad de poder fijarte más a menudo en el bicho (sobre cualquier estantería, por ejemplo) quizá te haga recuperar flashes de inocencia que a veces vienen muy bien.
Un abrazo, María.
Hola, Pablo:
ResponderEliminarsi es que -fíjate qué cosas- ya lo dice el refrán: "El diablo sabe más por oso que por diablo", ja,ja. Bien dicho, Pablo, en muchas ocasiones necesitamos desvestir los procesos en las empresas para llevarlos a la naturalidad y sencillez que convierte el mensaje en claro, sencillo y cercano.
Un abrazo, Pablo.
Ah, perdona, Pablo: me va a ser imposible estar pasado mañana en Barcelona. Seguramente tendré que subir en un par de semanas (aprovecharé para pasarme por Interclaves si tengo tiempo), pero tenemos unas circunstancias un poco jod...illas esta semana aquí en Valencia. De verdad que lamento no poder estar presente en la reunión, porque tengo ganas de conocer personalmente a los amigos de Cloud.
ResponderEliminarHola Germán:
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con lo que comentas. Nos falta recuperar la imaginación y la ilusión que casi siempre es lo que mueve la creatividad. Como apuntas, hoy la imaginación nos la dan hecha o previsible.
Recuerdo que uno de mis juegos preferidos era el Exin Castillos. No repetía nunca modelo y cada castillo era único. Por otro lado mezclaba juguetes y convertia a soldados en futbolistas, animales en atletas que hacían carreras y cosas así. Quizá no fueran muy lógicas las asociaciones, pero contribuían enormemente a mi felicidad.
En las empresas, nos dan la “play station” y a actuar más que a jugar.
ERstupenda historia y muy buena reflexión.
Un abrazo
Hola Germán:
ResponderEliminarNo hay nada como la cara de un niño mostrando su asombro por algo. Lo del peluche me ha recordado al "truco de magia" que les hecía a mis hijos hasta que lo descubrieron años más tarde: fingía meterles un chicle por una de las orejas y lo que estaba haciendo era pasármelo a la otra mano que es la que se lo sacaba por la otra oreja. ¡Alucinante la expresión! Tuvo éxito hasta que crecieron. Ahora se lo hago a mi sobrino de 4 años y sigue funcionando.
Pues esa cara es la que creo que recumeramos los adultos cuando vemos películas de ese tipo.
Un abrazo.
Hola Germán:
ResponderEliminarCon el ritmo que han cogido tus entradas hay que estar al loro de no perderse una y en eso estamos jeje.
Bien, te voy a dar gusto en lo que me pides. Y es que da la casualidad de que hoy venía una entrevista en la Vanguardia en el que me voy a basar para escribir un post cuando lo tenga un poco más reposado. No va exactamente de ésto pero conecta bastante bien con eso de lo que hacemos o no hacemos con nuestros hijos.
Estoy de acuerdo con Pablo, que cuando se hacen sucesivos informes porque no gusta el primero ni se te ocurra tirarlo a la papelera porque tarde o temprano será el escogido en cuanto al jefe se le olvide que ya se lo presentaste. Es que los jefes son como niños.
Y también estoy de acuerdo contigo en eso del fontanero vestido con mono azul que va dando tumbos por la pantalla pero desengánate, en eso tenemos la batalla perdida, me temo.
Un saludo y espero que cuando vengas por Barcelona te acerques a vernos.
Hola, Fernando:
ResponderEliminaren más de una ocasión me he quedado delante de un escaparate de juguetes por el simple hecho de verlos, rememorando trazos felices del pasado. En el fondo, quizá no seamos tan tecnológicos como pensamos, a pesar de que no queremos aflorar nostalgias, ¿verdad?
Un abrazo y gracias por pasarte, Fernando.
Hola, Javier:
ResponderEliminarqué buen recurso el de los sobrinos. Si te ves desde el fondo de un espejo cuando estás con el pequeñajo, a lo mejor observas esa "avanzadilla" de lo que serás cuando te conviertas en abuelo. En una ocasión, en el céntrico edificio de Barcelona de uno de los empresarios más potentes del mercado de la piel, pude observar la metamorfosis de aquel hombre cuando su nieto (un retaco) apareció por la puerta del enorme despacho. Y cuando aquel pequeño se fue, la conversación se relajó considerablemente. ¡Qué pequeño -o qué grande- se hizo aquel buen hombre de repente!
Gracias, de nuevo, por tu aportación, Javier.
Un abrazo.
Hola, Josep:
ResponderEliminarvamos con el orden inverso en tu comentario.
Habrá que resignarse (pero le tengo una manía considerable a la Play, porque se ha convertido en un elemento de "lucha doméstica"). Sí, jefes como niños, pero quizá lo que les falte a algunos es que puedas darles un cachete (recuerdo un comentario en un artículo tuyo, en el que a más de un cliente le sería de gran efectividad ser receptor de una colleja).
Espero tu siguiente artículo sobre el tema en paralelo con lo de nuestros hijos, que seguro será muy interesante. Y en cuanto a lo del ritmo, yo creo que es más producto de los periodos en que la inspiración fluye algo más. No es grave, puede que me cure pronto.
Como siempre, gracias.
Un abrazo.
P.D.: Si voy con más tiempo que la vez pasada, no lo dudes. Aunque sea para hacer efectiva la anterior invitación a comer que no pudo ser.