Jefe y colaborador miran la gráfica de la curva de ventas, que se desplaza horizontalmente durante todo el año exceptuando una acentuada extrasístole hacia arriba en verano. “¡Es el mes en el que usted cogió vacaciones, señor director...!”
La historia es de hace mucho. Pero atrapa de un fogonazo algo que sigue sin ser suficientemente reconocido en su trascendencia para la vida en nuestras organizaciones, para la política de empresa y, ante todo, para la formación del management: la mayor influencia desmotivadora sobre los colaboradores la ejerce su superior inmediato. Ningún otro factor de relevancia empresarial desmotiva con mayor intensidad. Incluso otras investigaciones que –siguiendo, por ejemplo, la concepción de Herzberg- intentan todavía asignar al superior una influencia también positiva/”motivadora” dan para el coeficiente desmotivador una cifra entre tres y cuatro veces mayor.
Recordemos el eterno retorno de la pregunta de los directivos: “¿qué tengo que hacer para motivar a mi gente?” Justamente aquí se demuestra que la pregunta está completamente mal planteada. Lo absurdo queda tan cerca, que apenas se lo ve. En vez de investigar por qué los colaboradores se han despedido interiormente o demuestran poco rendimiento, lo que estos directivos pretenden es “hacer” algo de inmediato. Intentan buscar los caminos por los que se podría “recuperar” a este colaborador. Quieren saber cómo pueden volver a “motivarle” (y no es raro que las respuestas giren monótonamente en torno al diseño de los sistemas retributivos). En su modo de comportarse, tales directivos parecen amantes rechazados que le dan la vuelta a cómo podrían recuperar a la mujer anhelada, y no a por qué se ha ido. Más aún: a muchos directivos no les importan en realidad sus colaboradores, que al fin y al cabo es la empresa la que nos ha puesto en sus manos. Lo que les importa ante todo es su propia imagen como directivos, su cualificación para dirigir, su soberanía en el control de los trabajadores. En pocas palabras: les importa el poder. Parece que temen más el reproche de que su gente se les haya ido “de las manos” que el que un empleado pagado por la empresa se sumerja dentro de sí mismo.
Pero además, casi podríamos decir que es un delito de imprudencia por parte de la empresa el ignorar otra importante circunstancia: si hay directivos que, por medio de su acción o disponiendo incentivos, logran generar en el colaborador un rendimiento adicional, eso implica a sensu contrario que la ausencia de dichos incentivos, e incluso la recepción de una influencia percibida negativamente, actuarán con efectos desmotivadores.
Por lo tanto, si es cierto que dirigir es ante todo evitar la desmotivación, entonces una tarea directiva de la más alta prioridad será la de clarificar la dimensión relacional dentro del equipo. Puede llegarse así a plantear expresamente todo aquello que obstaculiza a diario la motivación del colaborador. En el ambiente pesan las numerosas conductas casi imperceptibles, los numerosos y mínimos gestos no verbales con los que uno no hace caso a otro, le oye sin escucharle, le desprecia. Suelen ser casi siempre inconscientes, pero para el directivo, no para el colaborador que las conoce y las sufre a diario. Pero aún en el caso de que los directivos actúen con buena intención respecto a los demás, son incapaces, con demasiada frecuencia, de ver las consecuencias de sus comportamientos: y la razón está en que no escuchan, no exigen feedback, no se interesan realmente por conocer su propio “punto ciego”, se han petrificado a fuerza de guardar la distancia, están melancólicamente enamorados de las dimensiones y la dureza de su auto-imagen. Con la fatalidad de haber asumido la responsabilidad de motivar a sus colaboradores, se hacen propensos a sentir una excesiva presión, cuyo contrapeso no es la serenidad sino, con demasiada frecuencia, el abatimiento, la incomprensión que le lleva a acusar sin más a sus colaboradores por su “ingratitud”. Pero en toda presión excesiva se está vehiculando una querencia de seguridad. Y eso nos señala una falta de confianza y de autoconfianza, aun afán angustiado-sensible de grandeza; eso significa, de modo activo o pasivo, autoprotección y reacción defensiva. La persona presionada no pregunta. Prefiere adoptar alguna actitud. Pues quien no quiere oír sabe cómo hacer que los otros se lo noten.
Cuando los superiores se dedican a “hacer polvo” a sus colaboradores, la manera en que estos viven el proceso sigue siempre idénticos patrones básicos.
En primer lugar: la pedantería del jefe. La pedantería entorpece cualquier colaboración creadora y viva. Desgasta en silencio. Y, en estas descripciones, suele ir vinculada a un supuesto terror del jefe ante la mayor competencia técnica de su subordinado, ante la pujante vitalidad del más joven. El alma funcionarial consigue que sus ideas del orden se conviertan en obligatorias sin más para todos: porque para eso se es jefe. Y así no hace falta exponerse a una discusión objetiva sobre el mejor argumento.
En segundo lugar: falta de credibilidad. Por lo que parece, la imagen del rol del manager de éxito terrorífico, siempre ágil, como suspendido en un túnel aerodinámico –no mostrar sentimientos, no tener puntos débiles, por no hablar ya de “admitirlos”- se encuentra en plena bancarrota. Muchos colaboradores perciben como extremadamente desmotivadores esa retórica del “sois-los-más-grandes” y lo excesivamente transparente de ls técnicas propulsoras. No son pocas las referencias a que los principios directivos, cuando uno piensa en su propio jefe, tienen menos valor que el papel en el que están escritos. La política a bandazos del “palo y la zanahoria” destruye la credibilidad “per se”.
En tercer lugar, pero lo más importante: falta de confianza en la capacidad del colaborador. J.Sterling Livingston describía, hace ya decenios, el “efecto Pigmalion” de la tarea directiva: los seres humanos tienden a comportarse como creen que se espera de ellos. La actitud de expectativa por parte de los superiores ejerce en la práctica una poderosa influencia en la evolución y el rendimiento de la mayoría de los colaboradores. En cualquier caso, los directivos demuestran mayor capacidad de persuasión al transmitir expectativas malas que expectativas buenas... por más que la mayoría de ellos crea justamente lo contrario.
La ciencia de la comunicación puede enseñarnos cómo tiene lugar el mecánico proceso del circuito desmotivador. Suele empezar al no aceptarse el modo y manera en que un colaborador se comporta o hace su trabajo o, incluso, al no aceptarse su aspecto exterior. El modo de ser del colaborador no se corresponde con la imagen de cómo debería ser, con cómo al jefe le gustaría que fuese. El colaborador no corresponde a las expectativas del directivo en cuanto a rendimiento. El ciclo desmotivador, por tanto, empieza siempre en el directivo mismo, por más que este rara vez esté dispuesto a reconocerlo.
En virtud de la tendencia, presente dentro de todos nosotros, a desarrollar un comportamiento conforme con nuestro entorno social, el colaborador empieza paulatinamente a comportarse de tal modo que resulta cada vez más justificada la convicción de que su capacidad de rendimiento es limitada. Pero incluso aunque el colaborador haga algo que se desvíe de las expectativas del jefe, este no suele darse cuenta (percepción selectiva). O bien lo reinterpreta para incorporarlo a su convicción negativa. El directivo va reuniendo razones y testimonios del bajo rendimiento del colaborador. Y entre ellos, nada que se refiera al directivo mismo.
La expectativa de un rendimiento bajo provoca un rendimiento bajo. Si los directivos consideran que sus colaboradores rinden poco, rendirán poco. De ahí que los directivos tengan que ser en todo momento claramente conscientes de qué expectativas expresa su comportamiento y cómo influye eso en sus colaboradores. Y entonces, ajustar cuentas consigo mismos al respecto, mejor si es junto con sus colaboradores. Hablar sobre el asunto, poner las cartas sobre la mesa y asumir la responsabilidad de las propias expectativas: esa es la única posibilidad para romper el círculo vicioso de la desmotivación.
En realidad, la actitud expectante de los managers –inmersa en un circulo psicológico- tiene preferentemente su origen en aquello que ellos piensan sobre sí mismos, sobre sus capacidades para seleccionar a sus colaboradores, exigirles y promoverlos. La actitud expectante depende del respeto que se tengan a sí mismos. Confiar en que los colaboradores aspirarán a la calidad por propia iniciativa presupone grandeza interior. “Estudia a los seres humanos, no para engañarlos con astucia ni para aprovecharte de ellos, sino para despertar lo bueno que hay en ellos y ponerlo en movimiento”, escribió una vez Gottfried Séller. Suena simpático. Pero, ¿qué es lo bueno?
A ello hay que añadir que el directivo tendría que preocuparse en todo momento de seguir manteniendo la zanahoria al alcance del asno y nunca más allá, puesto que la motivación del colaborador volvería a desaparecer por completo en cuanto la probabilidad de éxito se desviara del 50%, como ocurriría en el caso de expectativas que apunten demasiado alto.
Hay un caso en el que una actitud básica positiva es el requisito imprescindible para un rendimiento elevado: cuando la empresa está empleando a una nueva generación de gente joven. Pues es probable que ningún otro jefe ejerza tanta influencia sobre una persona joven como su primer superior; puede marcar toda su futura carrera. Por tanto, si los primeros superiores avanzan al encuentro de su nuevo colaborador son expectativas elevadas y positivas estarán poniendo –en la medida de lo posible- los pilares de un alto rendimiento, un alto potencial y una carrera exitosa. Con esta gran influencia del jefe más influyente –del primer jefe- como telón de fondo, resulta patente que los primeros superiores del nuevo colaborador habrán de ser los mejores de toda la empresa (y “los mejores” son en esta circunstancia los que formulan sus expectativas con claridad y ajustándolas con sus colaboradores).
Sin embargo, un nombramiento equivocado podrá tener efectos fatales a largo plazo para la empresa por la gravedad de sus consecuencias. La miseria de la acción motivadora describe círculos. Pues muchos de los empleados a los que empleando la acción motivadora se ha seducido para desempeñar tareas directivas se revelan como lastres vitalicios en sus efectos desmotivadores. Los costes ocultos e indirectos de un paso en falso en el nivel directivo son... imprevisibles.
El directivo debería dejar de hacer las cosas que obstaculizan la motivación de sus colaboradores e impiden el desarrollo de unas relaciones naturales en su vida empresarial. Y, en primer término, esto se refiere a motivar. Muchos directivos están lo que podría llamarse “poseídos” por ideas de cómo deberían ser “en realidad” sus colaboradores. Apenas se les pasa entonces por la cabeza el pensamiento de que así están declarando subrepticiamente sus propios criterios como vinculantes para todos los demás (¿con qué derecho? ¿Con el que da ser el jefe?). pero dejar hacer significa permitir que la personalidad del colaborador sea la que es, y significa dejar de hacer todo lo que podría desmotivarle. A las personas solo puede aceptárselas tal como son, no como a uno le gustaría que fueran (lo cual no quiere decir de ninguna no acordar rendimientos y controlarlos). Al igual que el buen innovation management comienza hoy por plantearse qué prácticas, lisa y llanamente, habría que abandonar, también la dirección puede ahora consistir ante todo en una renuncia sistemática. Quien lo haya comprendido actuará con mucha mayor solidez que aquel que sigue empuñando la pala cada vez con más brío hasta que le abandonan las fuerzas. Y eso le hace creerse más fuerte.
Hoy sabemos que en el programa genético del ser humano sigue estando inscrito un potencial de atención adaptado a una existencia activa y esforzada como cazador y recolector en un entorno natural. Unos cuantos milenios de civilización son irrelevantes para la historia de la especie. Pero si no existen “móviles” que nos muevan, nos exijan, no tendremos tampoco la posibilidad de conocer nuestra capacidad de resolver problemas, nuestra creatividad.
Mucho de lo que hoy en nuestras empresas se clasifica como “despido interior o desentendimiento” se debe, en último término, al mimo y a la infraexigencia. Y no a ninguna sobrecarga de trabajo ni a la sobreexigencia. Con más que demasiada frecuencia, lo que faltan son exigencias en el sentido de retos. “La capacidad trae consigo la necesidad de usar esta capacidad”, dice Szent-György, bioquímico y premio Nobel de la paz. La sensación de estar infraexigido causa los efectos desmotivadores correspondientes. La infraexigencia lleva a trastornos corporales y anímicos semejantes a los de la sobreexigencia. Un trabajo simple en el marco de un nivel bajo de exigencia lleva a la monotonía; esta produce aburrimiento e insatisfacción laboral; y esto tiene como consecuencia, a su vez, largas ausencias, rotación de personal y disminución cualitativa de los outputs emitidos.
Lo que necesitamos, por tanto, es una imprescindible transformación en la disposición interior de los directivos: no que “expriman” ni “propulsen” a pasmarotes sin autonomía, sino que planteen exigencias y retos a agentes creativos. Que vayan más allá de lo que se ve en este momento, aprovechando hasta el fondo y ampliando los potenciales individuales. Un proceso por el que dirigidos y dirigentes sigan desarrollándose recíprocamente. Con ello, la dirección fomentará a los dirigidos en su personalidad íntegra. Más de un manager descubrirá al respecto qué bien le marcha todo una vez que se concentre en exigir y fomentar la competencia de sus colaboradores en contactos discutidos y aprobados por todos. Y en ello va también incluida la supresión de un falso deber asistencial, fruto de una disciplina jerárquica exagerada.
Examinemos brevemente esta cuestión: ¿por qué los colaboradores cambian de empresa? La tesis presentada en Bochum por Walter Jochmann atrapa al responsable inequívoco de ello: la falta de acceso a proyectos, formación y desarrollo personal que supongan un desafío para el trabajador. En particular, los managers de mayor cualificación no están dispuestos a contentarse por espacio de varios años con el mismo campo de tareas. Por lo tanto, las empresas que deseen retener a sus directivos tendrán que ampliar sistemáticamente los retos planteados a la responsabilidad y la capacidad de rendimiento de aquellos a los que quieren cortejar. Además, las empresas tienen que intentar evitar los altos costes derivados de la contratación y el adiestramiento de nuevos colaboradores. Y es para ellas igualmente importante mantener la vinculación con sus directivos cualificados durante el mayor tiempo posible.
Cuanto más amplia es la formación de las personas, en tantos más puestos se las podrá emplear y tanto mayor será la capacidad de adaptación de la empresa en tiempos de turbulencias generalizadas. Capacidad de adaptación significa capacidad de supervivencia. Conforme a la máxima la estructura sigue a la estrategia, una organización de alta capacidad adaptativa queda diseñada de tal modo que, con sus colaboradores polifacéticos, puede mantener permanentemente móvil su estructura, siempre de manera provisional, experimental, innovadora, arriesgada. Y esto no significa sino que el directivo, junto con sus colaboradores, tiene ante sí la tarea de identificar talentos individuales, fomentarlos y emplearlos. Con ello, el directivo desempeña un papel clave en el proceso del desarrollo del personal. Un colaborador que vea su camino profesional también como un camino vital, como un camino de crecimiento personal, no siempre querrá buscarse un directivo “cómodo” con el que sea posible aguantar hasta llegar a ser “el abuelo” de la empresa. Buscará, antes bien, a uno que le ayude a arriesgarse, que le plantee retos y que, incluso, le exponga a la posibilidad de fracasar. Ahí está la dignidad del valiente. Se trata de librarse del falso anhelo de una armonía sin tensión y de una fácil superficialidad. En esta vida, nunca se trata de la comodidad, sino de estar más vivo. Se trata de atreverse a vivir. Se trata del riesgo. El crecimiento personal solo se produce al sobrepasar los límites de seguridad autoimpuestos y arriesgarse al fracaso (como un requisito necesario para el éxito).
El colaborador es corresponsable de su capacidad de rendimiento. Bien aconsejado estará si busca afanosamente tareas que supongan un desafío, si promueve por iniciativa propia medidas de desarrollo. Quien espere que sea su jefe quien “le desarrolle” podrá, en según qué circunstancias, esperar mucho tiempo.
También es cierto que todo jefe termina teniendo los colaboradores que se merece. El buen manager no logra la mayor efectividad posible por medio de lo que él sabe, sino por medio de las facultades y destrezas ajenas. Delega en su gente, exigiéndola y fomentándola, trátese del asunto del que se trate. Al tomar cualquier decisión, piensa también sobre los efectos secundarios en las posibilidades de desarrollo de sus colaboradores. Se preocupa por formar cuanto antes a representantes suyos, a posibles sucesores, de manera que la empresa no tenga que temer que, de faltar él durante algún tiempo por vacaciones, enfermedad o incluso algo peor, su ámbito de responsabilidades se tambalee acercándose al caos. Todos los departamentos de desarrollo del personal buscan con desesperación directivos de los que se sepa que a su alrededor crecen y florecen personas de alto potencial jóvenes y esperanzadores; buscan managers para los que tenga importancia su tarea de contribuir al desarrollo del personal. En nuestros sistemas de evaluación del rendimiento seguimos calificando, es cierto, el aprovechamiento de los equipos o, incluso, los métodos de trabajo, pero no consideramos digno de nuestra atención el rendimiento de un directivo para desarrollar colaboradores capacitados o bien, en el mejor de los casos, tratamos este aspecto sólo muy marginalmente; mientras sigamos actuando así, las cosas no dejarán de ser como ahora.
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