"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"

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miércoles, 1 de abril de 2009

_ (10.5) sobre DISTRIBUCIÓN COMERCIAL - V / XIII


En las negociaciones empresariales, como ocurre en las de  cualquier otra índole, el primer punto a considerar es la esencia de la propuesta y la contrapropuesta efectuadas por ambas partes.

El comprador necesitado de bienes deberá calibrar si le conviene aceptar los que le ofrece a un precio dado el vendedor o, por el contrario, hará mejor en rechazarlos; por su lado, el vendedor deberá considerar las posibles ventajas de aceptar un precio más bajo ante la perspectiva de quedarse sin el negocio y así sucesivamente. Si estos problemas fueran objetivos y cuantificables, probablemente resultaría más conveniente dejar a dos ordenadores la tarea de llevar las negociaciones por ambas partes: las máquinas podrían así comparar las ofertas con los datos provenientes de sus propios cálculos. Sin embargo, como sabemos, este no es el caso. Por consiguiente, el primer paso del proceso de preparación de unas negociaciones es puramente racional: consiste no sólo en averiguar cuál es la propia posición, sino en intentar desentrañar cuál es la del contrario. Si ambas no concuerdan, no hay razón para pensar que mediante la mera capacidad negociadora se vaya a persuadir a la otra persona de que acepte algo que va contra su mejor juicio. Antes de comenzar, la propuesta hecha debe al menos sonar razonable a la parte contraria; si esta no cree que lo sea, entonces deberá persuadírsele con argumentos lógicos de que no la ha evaluado correctamente. Esta suerte de “reventa” de los méritos de la propuesta constituye a veces un paso preliminar en la apertura de las negociaciones propiamente dichas, pero no es en modo alguno la esencia de las mismas.

Estas se centran en hallar un punto de imbricación entre las posiciones de ambas partes, esto es, un nivel en el que a los dos negociadores les resulte más beneficioso aceptar que rechazar la oferta del otro; en suma, el problema radica en descubrir hasta qué punto pueden modificarse las condiciones iniciales de modo que al final una de las partes salga más favorecida.

En este punto de las conversaciones, el proceso deja de consistir en una evaluación racional de los posibles beneficios y se transforma en una confrontación de destrezas. Los psicólogos han analizado con detenimiento el tema, pero sin ánimo de profundizar en la teoría, proponemos estas directrices que tal vez puedan resultar de utilidad en la práctica. El negociador tiene en su mano tres posibilidades: 

  1. convencer al contrario con su capacidad dialéctica.
  2. dar a entender que su posición es mejor de lo que parece.
  3. intimidarle. 

Teniendo en cuenta todo ello, el vendedor debe aprender a reconocer estas técnicas cuando se pretende usarlas en su contra, contrarrestarlas y, en su caso, emplearlas él mismo. La única respuesta a una buena capacidad dialéctica es disponer de otra mejor. El oponte intentará desviar la atención introduciendo factores nuevos, solicitará una concesión que parezca inocua hasta que se examine más en profundidad: es vital mantenerse en guardia y memorizar todos los datos, costes y precios, y recordar las ventajas e inconvenientes de todas las combinaciones de precios y condiciones que el contrario pueda solicitar. Pese a ello, no debe dudarse en pedir cierto tiempo para valorar las consecuencias de cualquier propuesta, sin olvidar las repercusiones indirectas, en términos de riesgos, los precedentes que puedan establecerse y las posibles reacciones de los consumidores. Así, si va a concederse un descuento a este cliente, ¿no desencadenará esta medida un aluvión de solicitudes similares por parte de los demás? Si se hace una concesión en el precio este año, ¿se sienta con ello un precedente para años venideros?

Cuando el comprador ha hecho una contrapropuesta que ya sobrepasa el límite inferior de la otra parte, esta puede limitarse a emplear el truco de solicitar que se parta la diferencia entre oferta y contraoferta, pues a menudo, tras largas y penosas negociaciones, no se llega a un acuerdo mejor. En otros casos, resultará muy fácil establecer un punto en el que uno vaya a “tirarse un farol” simulando que no se está dispuesto a conceder nada más y corriendo el riesgo de que se produzca una ruptura en las negociaciones. Si se tratase de una negociación salarial, este sería el momento en que se permitiría la iniciación de una huelga a sabiendas de que las negociaciones iban a continuar. En términos comerciales, se corre el riesgo de que el cliente recurra a otro proveedor, por lo que debe quedar una puerta abierta al inicio de una segunda ronda de conversaciones cuando, una vez que se ha hecho saber que se está rozando el límite, una concesión más tal vez sea suficiente para llegar a un acuerdo.

Finalmente, cuando se nos pretende intimidar, lo único que se puede hacer es tomar las cosas con calma, recordar que se trata sin duda de una comedia y no olvidar que la persona que pretende acobardarnos es, probablemente, un buen individuo pese a todo. La otra cara de la moneda consiste en reconocer que el ser humano experimenta siempre un fuerte deseo de agradar a los demás, y recordar que esto es un lujo que el negociador no puede permitirse. Se impone actuar de manera absolutamente impersonal y no preocuparse de que la otra parte nos considere desagradables si nos negamos a concederle lo que pide. De hecho, estas preocupaciones suelen ser bastante infundadas, pues los negociadores no suelen sentir sino respeto por sus oponentes.

Los directivos de compras de las organizaciones de distribución suelen verse más motivados para conseguir ventajas en cuanto a términos y condiciones de las mercancías que adquieren que los directores de ventas para resistirse a sus deseos. Además de las comisiones en metálico, a los primeros suele concedérseles una serie de compensaciones por las cláusulas y condiciones especiales que logran introducir en los contratos de los proveedores. Resultará pues muy útil averiguar si se está ante una situación de este tipo, para resolverla a nuestro favor ofreciendo como concesiones todo aquello que más significado posea para la otra parte. 

Un aspecto esencial de la planificación relativa a los grandes distribuidores consiste en preparar un perfil muy detallado del cliente que permita descubrir los problemas, detectar las oportunidades y desarrollar una estrategia acertada. El perfil del cliente se divide en dos partes: información sobre sus actividades e información de las transacciones actuales desde el punto de vista del proveedor; todos los datos deben actualizarse con regularidad. Estos informes suelen contener epígrafes tales como los siguientes: 

*Actividades del cliente: 

  1. Tipo de empresa, categoría comercial.
  2. Volumen global de operaciones, ventas y cuotas de mercado en la medida en que se conozcan estos datos.
  3. Ventas (estimadas) y cuota en el mercado del tipo de producto del proveedor.
  4. Rentabilidad, estructura de capital, liquidez, capacidad de crédito.
  5. Política de marketing, clientes, política de precios, imagen proyectada, prácticas publicitarias.
  6. Estructura de la organización, número de sucursales, niveles de autoridad y responsabilidad, métodos de compra y cálculo de beneficios, sistemas de incentivación (si es que existen). 

*Transacciones actuales: 

  1. historial de ventas, cuota de mercado alcanzada, niveles de penetración mediante sucursales y política de distribución.
  2. Acuerdos sobre precios, descuentos, concesiones, términos y contratos.
  3. Cálculos sobre la contribución a los beneficios (si es que se dispone de ellos).
  4. Objetivos estratégicos planificados y contraste con el proceso actual.
  5. Personas con quienes trata en la actualidad.
  6. Niveles de servicio prestados, por ejemplo, acuerdos de envío, visitas del equipo de ventas, ventas de apoyo, puntos a los que sirve, costes. 

Con esta información como punto de partida, el director de cuentas debe buscar constantemente nuevas formas de explotación de las oportunidades surgidas, tratar de que el plan estratégico de servicio al cliente se cumpla en todos sus puntos e idear medios para mejorarlo en el futuro. Hay, sin embargo, cuatro preguntas que no podrá menos de hacerse: 

  1. Volumen: ¿se ajusta el nivel de ventas a las cuotas totales de mercado del proveedor y al volumen global de negocios del cliente con este tipo de productos?
  2. Gama de productos: ¿se concede la suficiente importancia a los artículos con mayor margen de beneficio dentro de la gama de productos que se pone a la venta?
  3. Precios: ¿se ajustan los precios, descuentos, condiciones y rentabilidad general al tipo de cliente en cuestión?
  4. Costes: ¿se han reducido al mínimo indispensable los costes de venta y servicio? 

El distribuidor principal debe convencerse de que, en realidad, el fabricante le está suministrando un artículo irreemplazable y que goza de gran predicamento sobre el consumidor. El objetivo del proveedor es trasladar al servicio de distribución la lealtad  que el consumidor tiene al producto. Llegados a este punto, en el mundo de la venta al por menor los grandes distribuidores adoptan mercancías de marca propia –o “marca blanca”- y escogen un fabricante para que las confeccione según sus especificaciones y a un precio determinado. Mientras en distribuidor posea un volumen de negocios suficiente como para justificar las cuantiosas inversiones en tiempo y dinero que este proceso conlleva, no se le presentará dificultad alguna para conseguir suministros de una u otra fuente. La única respuesta que le cabe al fabricante es demostrar que, de hecho, el conocimiento que posee de lo que el consumidor desea y está dispuesto a pagar es mucho más profundo. De al forma se intenta justificar la división de funciones entre fabricante y distribuidor, merced a la cual el primero se dirige al usuario en tanto consumidor, mientras que el segundo lo trata en cuanto comprador. Tal vez resulte cada vez más necesario hacerlo con referencia a los consumidores que, por lo general, compran de un determinado distribuidor: en otras palabras, planificar de modo conjunto las estrategias comercial y de producto de manera que los artículos se pongan al alcance de los clientes del distribuidor. 

La cuestión del precio de venta al público presenta dos facetas . El fabricante no desea que este precio supere los noveles en principio previstos para así mantener la competitividad de sus productos. Esto será difícil de lograr si los distribuidores deciden reservarse mayor margen de beneficios que el que se estipuló anteriormente o si el producto ha de pasar por muchas manos y todas han de conseguir un beneficio para sí. De otro lado, el fabricante no debe permitir tampoco que el precio sea inferior al previsto, sobre todo para impedir que el valor del artículo se deprecie a ojos de los usuarios y para evitar que los distribuidores compitan entre ellos con sus precios y de esa forma den al traste con el mercado en conjunto.

En muchos casos, los proveedores hacen público el denominado “precio recomendado por el fabricante” (PRF). Es evidente que esta medida contribuye a evitar que los minoristas vendan los artículos a precios más altos pero, en general, no se pretende que el PRF sea el que en último término se cobre al consumidor, sino tan sólo una cifra establecida al azar y sobre la que los distribuidores pueden realizar sustanciales recortes; ciertamente, las rebajas y ofertas especiales tal vez constituyan la mejor forma para vender el producto con el máximo beneficio para todos, pero el fabricante debe tratar de influir sobre este proceso en la medida de sus posibilidades, en lugar de dejarlo al libre albedrío de los distribuidores: ello le obligará a mostrarse receptivo a las reacciones de dos mercados y no de uno sólo. En definitiva, debe planificar las medidas encaminadas a que el usuario final presente una mayor sensibilidad a los precios y prever la reacción de los distribuidores ante la retribución que pueden obtener de su participación en el proceso.

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