"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"

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gidval@gmail.com - (Valencia, España)

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miércoles, 1 de abril de 2009

(9.3) sobre MOTIVACIÓN - III / IX


PARTE SEGUNDA: DESENMASCARAR 

¡Recompensar! Es la palabra mágica que enseguida nos sacamos de la manga cuando pretendemos que los motivados buscadores de éxito lo encuentren todavía un poco más. Y no es tarea fácil, bien es verdad: la recompensa “justa”, con la cuantía “justa”, en el momento “justo”, y además todo hecho “correctamente”.

Es un consejo que, una vez puesto en práctica, “ayuda” de hecho. En apariencia. La curva de ventas describe un ligero ascenso. Por poco tiempo, desgraciadamente. En el instante en que uno va a abrir las primeras botellas de champaña, la curva toma un suave descenso. Y ahora, ¿qué? ¿Quejarnos sobre lo poco fiables que son nuestros colaboradores? ¿Empezar a jugar otra vez? ¿Qué las primas queden acopladas para siempre como motores auxiliares al eterno “sigamos así”? Comienza un absurdo baile de refinamientos por ambas partes, sin que suela saberse si en realidad no es el cazador el que está siendo cazado.

En este juego, las “apuestas” no están sujetas a un límite máximo: si hace tres años bastaba con una bicicleta de carreras, un año después tenía que ser ya un viaje de una semana al Tour de Francia. ¿Adónde nos llevará todo esto? A poco más que al boom del ramo de los incentivos ¡En este boom y en los costes que origina a las empresas sí que son realmente cuantificables la consecuencias de la acción motivadora! Los nuevos incentivos están haciendo su agosto. Como todos los analgésicos. Pero el ramo es cínico y lo sabe: los incentivos no van a llegar muy lejos. La fascinación que despierta este soborno disminuye con cada nueva ronda. Su utilidad marginal desciende. Se ofrece cada vez más a cambio de un rendimiento que relativamente es cada vez menor (por no hablar de los problemas fiscales. Para evitar las cargas impositivas de los incentivos en forma de viajes, se declaran como eventos de formación continua dentro de un progtama-marco). Por el contrario, en el caso de los incentivos manifiestamente peregrinos, surge en más de un colaborador la pregunta: “¿Cuánto estará ganando la empresa conmigo cuando se puede gastar semejantes cantidades en incentivos?”

Y en el peor de los casos, los efectos son catastróficos: en primer lugar, para los colaboradores que se vayan de vacío. Pues en una de cada dos empresas que organicen este tipo de competiciones, sólo uno de cada diez conseguirá el anhelado billete. Los que no lleguen a “paladear” el incentivo considerarán injusto el sistema, para lo cual tienen razones subjetivamente sólidas y bien comprensibles. Pero sigue abierta esta cuestión: ¿quién aprieta a quién? Los directivos van dando saltos entre las jarcias de los incentivos, con el sable desenvainado, a veces vencedores, a veces vencidos, a veces propulsores, a veces impulsados por una fuerza ajena, sin que pueda preverse cuándo caerán dándose el planchazo en el océano de la manipulación. Son las arenas movedizas de la cultura del estímulo: todos los participantes se hundirán en las traicioneras dunas de los viajes incentivadores, tanto más cuanto con más fuerza pisen. 

Un anciano recibía a diario las burlas y los insultos de los niños de los vecinos. Un buen día, recurrió a un ardid. Ofreció a los niños un euro si volvían al día siguiente para repetir sus insultos. Los niños acudieron, le hicieron rabiar y se llevaron a cambio su dinero. Y el anciano les prometió de nuevo: “Si volvéis mañana, os daré cincuenta céntimos”. Y acudieron otra vez y, tras insultarle, fueron pagados. El anciano les animó a seguirle haciendo enfadar al día siguiente, pero esta vez a cambio de veinte céntimos, y los niños se indignaron: no iban a insultarle por tan poco dinero. Y desde entonces, el anciano vivió tranquilo.

El psocólogo social estadounidense Alfie Kohn, del que se ha tomado esta historia, confirma con ella toda una serie de estudios psicológicos recientes que parecen refutar una ley fundamental del aprendizaje: la recompensa no es el mejor medio para elevar el rendimiento. En nuestra historia, los niños estaban en principio motivados intrínsecamente para enfadar al anciano. Pero luego le hacían enfadar tan sólo porque ello tenía una recompensa: su motivación intrínseca quedó destruida por obra de la acción motivadora, transformándose en una motivación extrínseca. Y habían desaparecido la emoción, la tensión, la curiosidad.

Lo que nos debe hacer reflexionar es el hecho de que las primas atraen sobre todo cuanto tocan la maldición del desencantamiento. Una cosa es segura: cualquier entusiasmo por el ideal se disuelve en las primas como en un líquido corrosivo. Los incentivos devalúan a todos los equipos de trabajo en conjunto, hasta convertirlos en una horda de “niños” a los que ya no les importa lo que hacen, sino solamente la recompensa que vendrá después. Todos pasan a hallarse profundamente determinados por la voluntad ajena. 

Es en virtud de esta misma ley como aparece en los consumidores una actitud en la que se mezclan la constante insatisfacción y un negligente estar a la expectativa; la actitud del consumidor que espera el pusher/puller que lo estimule, sabiendo que terminará por venir siempre que uno persevere lo suficiente. Las personas se han acostumbrado a que las mimen. En el salvaje oeste, el cazador de recompensas espera hasta que el dinero que dan por el asesino ascienda a una cifra lo bastante elevada; del mismo modo, hoy no tiene uno más que echarle aguante, esperando hasta que los managers se ahoguen por la presión del tiempo y tengan que recurrir al anzuelo de las primas.

Cada vez más pretensiones. Cada vez menos iniciativa propia. Esperar la recompensa en vez de asumir responsabilidad sobre uno mismo. Jadeantes, los managers corren tras las siempre renovadas exigencias. La jauría acosa al cazador.

Causa un efecto directamente grotesco ver cómo en la misma medida en que se está destruyendo la iniciativa, el compromiso, en una palabra, la motivación, se escriben disparates en papel satinado acerca del carácter emprendedor interno, la autorresponsabilidad. Como si con palabras y palabras quisieran ahora desenterrar lo que dejaron bien sepultado. Dado que, al elevarse la intensidad de los estímulos, el individuo recurre nada más que a una cantidad mínima de su propia energía impulsiva, van a permanecer inutilizados diversos potenciales de la acción humana; por ejemplo, la gozosa disposición de ver cómo salen los planes adelante, de poner en marcha algo y, ante todo, la creatividad y la curiosidad. La consecuencia: frustración, aburrimiento agresivo, pretensiones en constante ascenso, desvío de energía para dedicarla a la crítica y a las lamentaciones.

Los incentivos y las bonificaciones se van convirtiendo progresivamente en parte integrante del salario, en una retribución dineraria presupuestada de antemano que sólo “injustamente” podríamos luego negarles. Además, hay que contar con que los incentivos son usuales entre la competencia.

El planteamiento incentivador es un complemento esencial de una cultura directiva que tiende financieramente a plazos cortos, éxitos rápidos, veloz rotación laboral y a una mentalidad de “después-de-mí-el-diluvio”. Las indudables ganancias en control de la voluntad que los incentivos generan a corto plazo alimentan análogos puntos de vista y conductas a corto plazo.

De súbito, se han hecho más pequeños los pasos adelante planeables en la carrera profesional. Parece que no queda ya ni una sola vuelta que dar a la acción motivadora. Y ello origina en las empresas un nuevo y gigantesco problema: aquellos colaboradores y directivo que, en las circunstancias apropiadas, habían alcanzado el siguiente nivel jerárquico, hoy desaparecido, y a los que, sin embargo, se les niega su potencial para asumir un nivel aún superior de responsabilidades. De repente, se proclama que todo aquello es un anticuado fantasma del ayer. Empleados con ganas de hacer carrera forman ahora masas de desmotivados “inempleados”: una generación de frustrados. ¿Cuál es la nueva meta? “La organización tiene que ampliar los criterios de éxito de forma que la mayoría que está estancada sientan que son ganadores”. Hábilmente se prepara un nuevo disfraz para los sistemas de acción motivadora, forzando los “lateral moves” (movimientos laterales) entre las unidades de la empresa, repensando los títulos jerárquicos, organizando trainings dilatorios, ampliando el espectro del prestigio simbólico (en el que ahora se incluye la “medalla de oro a la trayectoria en meseta”). Un activismo como táctica de disimulo, derrochador pero transparente en sus manejos, que sólo en rarísimas ocasiones conseguirá si acaso lo que pretende hacernos creer: energía e iniciativa; en una palabra: motivación. 

Fue ya Abraham Lincoln quien formuló este principio para los manuales del management: “Todos somos muy receptivos para los halagos, es verdad. Todos queremos reconocimiento, y además reconocimiento que salga del corazón, y el hecho es que lo encontramos muy raras veces. Todas las personas tienen un hambre de reconocimiento que las reconcome y que nunca se calma. Pero algunos pocos consiguen de hecho calmar este hambre en los demás, y sólo esos pocos son los que tienen poder real sobre las personas; al morir uno de ellos, le llora incluso el enterrador”.

Que no sólo de pan vive el hombre es cosa bien conocida desde hace mucho tiempo. Ante todo, el reconocimiento es algo a lo que ningún hombre puede renunciar si no quiere vivir inseguro, amargado e infeliz. Raramente tenemos bastante de ello, a lo que se añade que bastantes personas son como si dijésemos “déficit de reconocimiento andantes”, por lo ahorrativas que ellas mismas y quienes las rodean suelen ser con dicha mercancía. Absorben por todos los poros de su ser el cálido sentimiento de la aprobación.

Una cita de la conversación de un manager: “Si le doy vueltas a por qué me levanto por las mañanas, no es porque tenga que ganar dinero, sino porque espero que en algún momento habrá alguien que me diga: eso lo has hecho bien”.

Pero el concepto de “dosis” de caricias remite ya a un manejo instrumental, mecánico. Los estilos de dirección cooperativos, más entronizados por todas partes que practicados realmente, no han cesado de sutilizar y desarrollar la “técnica” del elogio, creando así la figura del “manager elogiador” como suprema encarnación de los procedimientos directivos enfocados a equipos de trabajo. Se supone que el elogio “motivador” escomo apretar directamente una tuerca moral dentro de los colaboradores, liberando allí energías insospechadas... aunque más de un manager ha comprendido enseguida que manejar por sistema el elogio diario consigue rápidamente el efecto contrario al esperado.

Sin duda, existe un dilema del elogio: si el superior nunca elogia, los colaboradores se quejan; si elogia con demasiada frecuencia, el elogio deja de ser tomado en serio. Pero, ¿qué frecuencia da lugar a la “demasiada frecuencia”? El problema de la justicia del elogio es igualmente irresoluble. Lo que en uno llama la atención y es elogiado pasa desapercibido tratándose de otro. “Con cada título que concedo consigo noventa y nueve envidiosos y un ingrato”, decía ya Luis XIV. Es muy difícil salir de uno de estos círculos del tipo “haga lo que haga, me equivocaré”. Algo sabía de esto otro de los grandes psicólogos de la dirección: Jesús nunca elogió a quienes le seguían.

En nuestras empresas, se da al elogio un uno “manipulador” en muy alto grado. Más de uno, tras una entrevista verdaderamente agradable, con muchos elogios y dosis de caricias verbales, se habrá sorprendido a sí mismo sintiéndose tenso y presionado de una manera indefinible o, sencillamente, no sintiéndose bien. La explicación es de lo más sencillo que puede pensarse: lo han manipulado por medio del elogio sin que lo notara. Aplicando el lema: “acariciar fuerte al principio, y sólo después sacar el conejo de la chistera (o sea, la negativa o la crítica... ¡pero constructivas (?), por supuesto)”.

Este método tiene su tradición. “Elogio y reproche” como expresión ya hecha, han pertenecido desde siempre el uno al otro. Es más, se supone que el elogio incluso acrecienta la efectividad del reproche, tal como podemos leer en una obra sobre teoría de la dirección: “Sólo en los superiores que elogian cobra el reproche todo su valor”. Por ello resulta tan habitual la imagen de un colaborador lleno de impaciencia mientras aguarda que pase la mecánica introducción elogiosa, pues bien sabe él que “después de todo eso” empezará “lo bueno”, lo realmente importante. Es como una rampa de lanzamiento para las interminables discusiones sobre quién tiene o no la razón.

Algunos conocerán también esa situación en la que uno querría rechazar un elogio porque procede de una persona que, según el elogiado, carece de la capacidad necesaria. O porque intuya que suele honrarse a quien se deja utilizar. O porque el jefe deforme de tal manera lo que uno ha propuesto, que el elogio parezca casi una burla.. Quizá el así elogiado haya desenmascarado la alabanza, comprendiendo de manera intuitiva e inmediata que se trataba de un elogio compensatorio, pero seguramente no lo habrá rechazado por faltarle el valor para ello.

Manipulado y avergonzado, ahí tenemos indefenso y privado de su libertad a quien ha recibido las alabanzas. “Podemos defendernos si nos atacan; somos impotentes contra el elogio” (S. Freud). Con seguridad el elogiado capta instintivamente la atención manipuladora y desconfía: “eso lo dice solo porque quiere algo de mí”. Y es verdad: hay directivos que guardan el elogio como en conserva, para “distribuirlo en caso de necesidad” –es decir, cuando se espera del colaborador una “prestación extraordinaria” y se le dispensa el elogio, por así decir, “en pago” por ella-. Las primas son también empleadas como si se tratara de “elogios”. Y quizá las tres primeras veces el colaborador elogiado salga corriendo radiante y consiga las cosas más increíbles, pero a la cuarta vez tendrá sus reservas, y a la quinta dirá en voz baja: “no”. Ha captado el propósito ajeno y ya no está tan animado. 

Resulta claro que el elogio está siempre precedido de un proceso valorativo que, al juzgar una prestación o un comportamiento, no está referido propiamente a la persona como tal, sino a algo que ella ha hecho. Con ello se relaciona íntimamente una característica esencial del elogio: el hecho de que siempre está afirmando que existe un monopolio de la interpretación. Esto es, tenemos a alguien autorizado a decir qué está bien y qué es lo correcto, y a otro obligado a aceptar que este juicio se le aplique. El elogio es una categoría “jerárquica”. Se elogia “de arriba abajo”.

El elogio, por tanto, se basa esencialmente en la unilateralidad y asimetría de la relación. Produce relaciones paterno-filiales, creando –también, y especialmente, en las empresas- legiones enteras de niños sin autonomía dependientes del elogio: irresponsables, con carencias notorias, adaptados. ¿Son estos los emprendedores que todo el mundo busca? ¿Es esta la excelencia que va a asegurar y afianzar nuestra posición competitiva con su espíritu pionero y su creatividad?

Al contrario: ¡el elogio impide la excelencia! Quien depende del elogio se esforzará sólo hasta el momento  en que obtenga lo que busca. Se esforzará hasta alcanzar la “barrera del elogio”. Y tomará como criterio de su excelencia el elogio del jefe y, con él, sus criterios valorativos. Quizá más de uno considere esto una exageración, pero una cosa es segura: quien esté en condiciones de elogiar a alguien estará autorizado también a hacerle reproches. Y quien sea dependiente del elogio de otros vivirá con la continua angustia de no recibirlos. Siempre saldrá perdiendo: si no llega el elogio, perderá su autoestima; si llega, perderá su respeto a sí mismo, ya que ahora depende del juicio ajeno y su seguridad es “dependiente”, como ocurre con la seguridad infantil. Solo unas pocas relaciones superiores-colaboradores son tan simétricas y abiertas que hacen posible un elogio auténtico, libre y no manipulador. Y aún eso es poco más que un espejismo bajo un sistema de poder. Solo cuando  -a la inversa- el colaborador esté en condiciones de elogiar también a su superior ( y sin que este, por su parte, se vea obligado a concebir la sospecha de que se trata de un elogio estratégico), sólo entonces podríamos considerar el elogio como una forma de atención positiva, de la cual todos estamos tan necesitados, sin anzuelos ocultos. Así, puede valer esto como regla: ¡Elogia sólo cuando el elogio pueda realmente ser de ida y vuelta!

El “reconocimiento” y la “atención positiva” se exteriorizan, además, por medio de la gentileza y la deferencia, aplicadas como principio y de modo permanente. Se exteriorizan por medio de la dedicación, verbalmente y no verbalmente, por medio de un interés real por los colaboradores. Tal actitud de gentileza y dedicación no debería estar ligada a condiciones relativas al rendimiento ni tampoco tomar como referencia un logro concreto y elogiable del colaborador, sino que debe aplicarse a la persona como tal; debería serle ofrecida a todos los colaboradores. Por la única y exclusiva razón de su “existencia como miembros de la comunidad empresarial.

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