PARTE TERCERA: DIRIGIR
Recapitulando los resultados de la investigación del comportamiento, obtenemos: la práctica de la acción motivadora parte de una suposición fundamental falsa: El déficit motivacional no existe en principio. Y la ignorancia de este hecho etológico trae consigo graves consecuencias. Pero por supuesto que los técnicos motivadores saben bien de qué hablan pues, en efecto, nadie puede negar la existencia de esas multitudes de colaboradores desmotivados. Pero, ¿dónde está la causa y dónde el efecto?
Consideremos las tres dimensiones cuya suma da lugar al rendimiento:
- Disposición al rendimiento.
- Capacidad de rendimiento.
- Posibilidad de rendimiento.
Si distribuimos estas tres dimensiones entre la responsabilidad del colaborador y la del directivo, la etología es inequívoca al respecto: la disposición al rendimiento –que es la que la acción motivadora dice elevar- cae esencialmente dentro de la responsabilidad del colaborador. Como si dijésemos, este la trae “de casa”. Pero incluso aunque la etología no hubiera llegado a resultados concordantes con esto, habría llegado también el momento del que el management tomara una clara decisión, el momento de la voluntad de configurar la debida cultura empresarial. Y ello porque toda acción motivadora acaba quitándose el disfraz y revelándose como desmotivación: la disposición para rendir es asunto de cada uno de los colaboradores, no del directivo. Cuando el directivo se crea obligado a asumir “motivando” responsabilidades por la disposición al rendimiento, estará invadiendo un ámbito que no es de su competencia, lo cual consumirá sus fuerzas y, por lo tanto, tendrá efectos desmotivadores.
El fracaso de la acción motivadora salta a la vista de manera particular cuando uno repara en que el rendimiento se produce siempre por la acción conjunta de las tres dimensiones, mientras que la acción motivadora apunta nada más que a una de ellas, a saber: la disposición al rendimiento. Un gasto gigantesco para un pequeño objetivo. No se podrá decir nunca con la claridad suficiente: toda acción motivadora apunta exclusivamente a la disposición al rendimiento. Sus instrumentos no captan las otras dos dimensiones del rendimiento.
Hay que recordar algo que yace sepultado bajo los escombros de la acción motivadora: el derecho del directivo a plantear exigencias, claras, llegar a acuerdos y controlarlos. El directivo tiene el derecho a que los acuerdos y los contratos laborales sean respetados, y a exigir rendimiento sobre la base de unos objetivos definidos. Tiene el derecho (y el deber) de reclamar y criticar abiertamente en caso de que alguien no mantenga lo convenido (“abiertamente” significa “con claridad” y “sin subterfugios”, de ningún modo “jugando sucio” o “con grosería”). Tiene el derecho a sacar consecuencias y a actuar al respecto. Pues no puede ser que una empresa, al producirse rendimientos débiles, se contente con satisfacer un torcido sentido de la justicia por medio del automatismo del bonus/malus, primas no abonadas u otros sistemas autorregulados de penalización. Es tarea del directivo averiguar cómo es que no se ha prestado el rendimiento acordado (incluyéndose a sí mismo como posible factor inhibidor del rendimiento). Si no, ¿cómo justificarán los directivos su existencia? Además, un directivo puede acordar con el colaborador que este preste un rendimiento que, propiamente, no quiere prestar voluntariamente y por propia iniciativa. Pero no debería “seducir”, no debería, en palabras de Eisenhower, intentar engañar al colaborador haciéndole creer que él mismo es quien “lo quiere”.
Dirigir es difícil. Sobre todo, cuando no se reconoce con exactitud este hecho. En tal caso, suele echarse mano de manuales de dirección del tipo How to... Y casi siempre decepcionan. Pues han sido escritos renunciando a tener en cuenta el requisito más importante: la personalidad individual de todo directivo. Y no existen mil páginas de teoría de la dirección en las que quepa ni de lejos la complejidad del día a día directivo.
Si a ello añadimos que la idea de un estilo directivo presupone en cierta manera un “modelo único” de colaborador, que naturalmente no existe jamás, entonces resulta claro que limitarse sin más a copiar estilos de dirección no puede hacer justicia ni a las individualidades del directivo y del colaborador ni a la complejidad de la realidad.
Aunque ahora en algunos lugares hagan sonar las campanas por el “fin de las estrategias”, entre estas pocas funciones parece que ha sido y es la más importante esta: llegar a acuerdos sobre el rendimiento y controlarlo. Una y otra vez, resulta grotesco contemplar a directivos quejándose de la falta de rendimiento de sus colaboradores (en la mayor parte de los casos se están refiriendo a su disposición al rendimiento), cuando sólo en casos muy raros son capaces de fomentar en términos positivos cuál vendría a ser realmente el rendimiento elevado que ellos exigen. El rendimiento no es un absoluto. El rendimiento está en función de las expectativas. El éxito de una campaña de ventas, por ejemplo, depende mucho de cómo resalten los resultados efectivamente alcanzados frente a las expectativas de la dirección de la empresa. Tales expectativas debe definirlas el directivo y acordarlas con el colaborador. Y lo mismo da que se trate de hechos “duros”, en términos de cifras de ventas u otros aspectos similarmente cuantificables, o de hechos “blandos”, como conductas u otros elementos accesibles a una estimación más bien cualitativa: lo que necesitamos son procesos de comunicación y negociación que funcionen generando continuos acuerdos aceptables por igual para ambas partes.
Se suele hablar de “dirigir consensuando objetivos”; pero lo que eso realmente suele significar es “dirigir ordenando objetivos”. Los directivos en la cúpula empresarial suelen imponer a sus directivos de nivel medio objetivos financieros a plazo extremadamente corto. De esta manera, lo único que el realidad consiguen es traspasarles los costes de sus urgentes aspiraciones a un resultado visible en forma de dinero, responsabilidad que irá pasando de mano en mano. Al final no suelen quedar más que órdenes de alcanzar ciertas cifras. Y quien como directivo crea que debe limitarse a ordenar objetivos, sin negociarlos con su colaborador como asociado, tendrá que cargar con las consecuencias. El objetivo que consiga así será quizá un rendimiento adaptativo del colaborador, pero jamás obtendrá su completa aprobación a estos objetivos, un “sí” íntegro que salga del corazón, pues eran y seguirán siendo los objetivos del jefe, no los suyos. El colaborador quizá diga “sí”, aunque quiera decir “no”. Esto y sólo esto es la raíz de todo el estrés, de toda des-identificación. Así surge de hecho el déficit motivacional.
Decidir significa separar unas posibilidades de otras. Quien crea que debe decidir a solas estará, con demasiada frecuencia, separándose de sus colaboradores. En lugar de eso, lo que necesitamos es un management consensual, decisiones que se apoyen en el consenso, no en el poder. “Con-senso” significa “sentido compartido”. Lo que necesitamos son directivos que se tomen en serio como asociados a sus colaboradores, pudiendo llegar con ellos a un consenso, a un compromiso; directivos que no polaricen, sino que integren; que no excluyan, sino que incluyan. Componer en vez de imponer.
La ciencia de la comunicación ha demostrado convincentemente que mucho de lo que llamamos realidad se escapa de la observación del individuo. La verdad es lo que nosotros tomamos como verdad. De ahí que todos vivamos en provincias interpretativas, con ciertos patrones de comportamiento que no son diferentes a los que siguen los niños cuando decimos que “extrañan”. El miedo a lo extraño excluye esa parte de la realidad que otro está ofreciendo.
Disposición dialogante significa reconocer la fundamental diversidad de dos seres humanos al percibir y valorar y convertirla en punto de partida de la conversación. Partiendo de esta disposición, la contribución del otro a la conversación es entonces una oportunidad, aunque –o precisamente porque- quizá no coincide en absoluto con mi propio modo de ver las cosas. Una contribución a la perfecta integridad de la imagen general: un enriquecimiento.
Debido a la complejidad de nuestro mundo vital y a la velocidad de su incremento (¡sabemos menos cada día!), los espacios vacíos que surgen son presa para la obligación de poner etiquetas, a la que solemos enfrentarnos con prejuicios de esos que exponemos hinchando los carrillos. En conjunto, la proporción de prejuicios presentes en las decisiones está aumentando dramáticamente. Pero yo también puedo ampliar mi horizonte decisorio. Dialogando. Tomando en cuenta muchos modos diferentes de ver las cosas. Las empresas no pueden evadirse de la tarea de distribuir mejor el saber para que así haya más cabezas implicadas en la búsqueda de soluciones; incluyendo aquellas a las que hasta ahora no se confiaba tradicionalmente ninguna decisión porque se pensaba en términos de cualificaciones.
No es infrecuente que el tiempo ahorrado en decisiones rápidas y tomadas a solas haya que reinvertirlo luego en gastos de reparaciones. Malentendidos, transmisiones de información defectuosas, cumplimiento insatisfactorio de tareas debido a la poca claridad de los objetivos, trastornos y malos humores en la relación jefe-colaborador son otras consecuencias adicionales de una rapidez solo eficiente a primera vista. Pero, ante todo, algo no se conseguirá así: un auténtico compromiso. Una costosa pérdida de tiempo. Y ¿quién tiene hoy tiempo que perder?
¿Cuándo, entonces, puede usted estar seguro de que se ha dado un auténtico diálogo? Cuando usted salga de la conversación siendo distinto de cuando entró en ella. Tal es el criterio de bondad del diálogo. Un diálogo del que usted salga sin haber cambiado no ha sido diálogo. Pues nadie tiene arrendada para sí toda la verdad.
Las personas están motivadas. La motivación no puede aumentar sin inmensos costes a la larga y secundarios para todos los implicados. Cuando el colaborador no presta el esperado rendimiento, entonces algo le ha desmotivado. O puede que la carencia esté en la capacidad de rendimiento o en la posibilidad de rendimiento. En el modo en que se comportan los vendedores realmente buenos uno percibe que están convencidos de prestar un servicio al cliente, de ofrecerle algo bueno a cambio de su dinero. Cuando estos vendedores ceden en sus rendimientos de ventas, suele plantearse la cuestión del ajuste “correcto” de sus incentivos: ¿mayor o menor remuneración fija? ¿Primas individuales o bonificaciones en grupo? Tales preguntas casi nunca dan en el blanco del auténtico problema, es decir, en la desmotivación. Para un buen vendedor, es una pesadilla tener que vender algo de lo que no está convencido. Aquí surge, de hecho, un déficit motivacional. Si alguien cree poderlo cubrir con incentivos al rendimiento, que nada tienen que ver con el auténtico problema (y que, de un modo u otro, apuntan a la disposición al rendimiento), no está tomado en serio en temple ético-laboral de esta persona. Y eso tiene sus consecuencias.
Cuando en los seminarios se indaga por los temas con los que los directivos se queman la cabeza realmente día a día, nunca falta la lógica pregunta: “¿Cómo motivar a mi gente?” Sin embargo, jamás preguntan: “¿Qué es lo que he hecho para desmotivarlos?” Esa sí sería una pregunta que realmente valdría la pena investigar. Pero eso, claro, significaría “reconocer” los propios puntos débiles o, por lo menos mirarse en un espejo en el que aparecería “la imagen del otro”. Y, sin embargo, si además el directivo cree que podrá motivar a la contra de una relación destructiva jefe-colaborador, acabará completamente atrapado en el lazo de contradicciones irresolubles.
Si la motivación es el libre fluir de nuestra energía innata, entonces la desmotivación es energía bloqueada, sin movimiento. En ese sentido, dirigir es fomentar que la energía fluya dentro de la empresa. Y eso significaría ante todo rastrear el origen de los bloqueos de energía, de la desmotivación. Donde quiera que haya energía bloqueada, tendremos que encontrar vías para liberarla. ¿Por qué medios? Observar y preguntar. Observar lo que ocurre en la empresa, identificar patrones y estructuras, “escanear” energías, respirar ambientes (pues la desmotivación suele ser grupal), desarrollar un sexto sentido para captar el descontento laboral, abordar problemas y conflictos a cara descubierta, no cubriéndolos. Y preguntar. Dialogando sobre aquello que desmotiva, sobre lo que quizá día a día nos esté llevando pendiente abajo. Pero la experiencia dice que no se pregunta por las razones de la desmotivación, sino que se prescinde de ellas. Cuando el rendimiento de un colaborador disminuye visiblemente, son en particular los directivos de alto rango jerárquico, alejados en esa misma proporción del día a día laboral del afectado, los que enseguida creen conocer la raíz del mal: falta de disposición al rendimiento. Más raramente se pregunta por la capacidad de rendimiento, y casi nunca por la posibilidad de rendimiento. “Presionar” apunta siempre a la disposición al rendimiento.
Y es que la denominación de esta especie de sondeos vacuos ya es desenmascaradora: “entrevistas motivadoras”, se las llama en no pocos casos. Más bien son maniobras para reconocer el terreno, en las que se va mirando detrás de cada arbusto hasta dar con la tuerca acertada para motivar a cada colaborador.
En lugar de eso, desde aquí proponemos entrevistas que se concentren en lo desmotivador. En ellas sería mucho más probable que lográsemos identificar esos elementos que están absorbiendo energía y que el pujante activismo motivador no consigue sino encubrir. La pregunta del directivo a su colaborador debería ser: “¿Qué le desmotiva a usted? ¿Qué está obstaculizando que usted preste su rendimiento con alegría?”
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