"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"

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gidval@gmail.com - (Valencia, España)

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miércoles, 1 de abril de 2009

(9.5) sobre MOTIVACIÓN - V / IX


El Buzón Empresarial de las Ideas (BEI) es también un patrón para resolver problemas acordado por personas en condiciones históricas determinadas. Se basa –sigue basándose hoy- en el deseo de volver a hacer dialogar los dos “campos” separados de la planificación y la ejecución ya que, de hecho, teoría y práctica suelen tomar direcciones distintas.

Hoy como ayer, el viejo esquema tecnocrático para terminar con todos los problemas del mundo estableciendo un arriba y un abajo es lo que forma la columna vertebral del BEI, que sigue sosteniéndose de esta manera sin demasiadas molestias, aunque con cierta escoliosis. Lo principal es tener un “procedimiento” que hace calculable la creatividad y ahorra así la verdadera comunicación humana que, por serlo, fomentaría realmente la creatividad. El paradigma antihumanístico del control: ideas, si; pero, por favor, con moderación, con orden y en fila. ¿Transmitir responsabilidades a los colaboradores? ¿Dirigir dialógicamente  en redes holísticas de asociados? ¿Desarrollar en común proyectos en el marco de una “organización inteligente”? ¡Chatarra social postmoderna! No, no, eso nosotros lo hacemos de otra manera muy diferente: mimamos y elogiamos, estrechamos manos y acariciamos cabezas, repartimos dinero y hacemos regalos con altanería...

Tener ideas de mejora: ¿alguien se cree en serio que el acicate de la “prima” puede hacer que las personas se vuelvan realmente creativas? El palo y/o la zanahoria consiguen (por lo menos a corto plazo) que las personas trabajen con más cuidado o más rapidez, pero nunca que sean innovadoras. Las ideas de mejora “suceden”, llaman la atención; un interés reforzado con dinero no obra absolutamente ningún efecto sobre la capacidad de prestar un rendimiento creativo.

Hasta la fecha, contamos con dos docenas largas de estudios científicos que demuestran sin sombra de dudas que una recompensa impulsa a las personas a conceder su preferencia a tareas simples, rápidas y de carácter cuantitativo. De ese modo, las personas sienten cada vez menos inclinación a asumir riesgos por cuenta propia, a sondear nuevas posibilidades, a interesarse por procesos complejos y de largo desarrollo.

Alguien conversando plantea una reflexión acerca de suprimir las primas por ideas de mejora y se le responde: “¡Entonces las propuestas descenderán un 40%!” Permítanos la contrarréplica: jamás podrá usted encontrar otra encuesta a sus colaboradores más efectiva. Pues, ¿hasta dónde llega la lealtad de los colaboradores? ¿En qué grado se implican, en qué grado se identifican con la empresa? ¿Qué idea se han formado de su función? ¿Qué es lo que impide el despliegue de la creatividad? ¿Qué cultura de la comunicación tiene usted en su empresa?

El activismo de las mejoras: la experiencia nos muestra que, en los sistemas de primas, la energía y la concentración siempre se alejan de los contenidos del trabajo, para dirigirse hacia la posibilidad de recompensa. Así, según declaraciones de personas muy experimentadas, existen no pocos colaboradores que dedican entre el 20 y el 30% de su tiempo de trabajo a averiguar dónde y cómo puede hacerse otra mejora más. La gente espera el tiempo necesario hasta que sale la superbonificación, y entonces saca de la cartera las peticiones aparcadas y se embolsa el dinero.

El personal de fabricación, por poner un ejemplo, aguarda impaciente a que los planificadores cometan fallos que, entonces, ellos podrán explotar por medio de propuestas, pues comunicarlos directamente supondría desperdiciar primas. Y los golpes duelen. En particular, cuando el colaborador intenta jugarle al jefe una mala pasada por medio del BEI: Mostrarle un “soy mejor que tú” sin tener que decirlo. En particular, igualmente, por el hecho de que la imagen ideal de la profesión está por tradición profundamente anclada en las autoimágenes del rol de los directivos. Y así la propuesta del colaborador cobra un filo de desprecio. El jefe se siente criticado o, cuando menos, postergado: “¡Ya podría haber hablado conmigo antes!”

Ambientes persecutorios. El modelo ganador/perdedor celebra su inesperada resurrección. La rivalidad como cultura empresarial. Así no se fomenta precisamente que las personas asuman una responsabilidad por el conjunto de la organización. En vez de ello, se insiste en un modo de pensar departamental-delimitador. Pues incluso cualquier compañero es para mí un perseguidor potencial. Y si se la he jugado anticipándome con una propuesta de mejora, lo más seguro es que él espere solo a que llegue una oportunidad de vengarse. Simultáneamente, la última ola de la identidad corporativa proclama la “sensación del nosotros”, el “compañerismo” y la “disposición para la ayuda mutua”. Su único resultado es una sonrisa amarga. La resistencia es especialmente intensa cuando se da preferencia a premiar y poner en práctica las propuestas que elevan la eficiencia, pero no las que mejoran las condiciones laborales. El colaborador siempre percibirá el rechazo como injusto, dando absolutamente igual que el examinador sea de otra opinión. Sobre todo si la propuesta ha sido después enviada al miserable teatro de la pasarela pública. Y cuando alguien siente que le tratan injustamente querrá, con toda seguridad, demostrar que el “otro” ha cometido actos injustos.

Dejemos ya de convertir nuestras empresas en una cultura del entablillamiento con esa costosísima política del anzuelo. Bien puede ser que, sin primas, algunas propuestas no lleguen nunca a ver la luz (al menos no en este preciso momento). Pero esas propuestas, ¿valdría tanto como sus gigantescos costes, a los que hay que añadir especialmente los muchos y desastrosos efectos secundarios? La única razón por la que las empresas se aferran al BEI es la de vanagloriarse con vertiginosas cifras de propuestas (lo cual tienen por buena señal), llegando a cuantificar con mucho aparato incluso el ahorro de costes que suponen. Pero, entre tanto, no dedican ni un solo momento a los efectos a la larga y secundarios que esta política adictiva ejerce sobre la vida interna de las empresas.

Una vez más, entrémonos en el problema organizativo originario: la cuestión es conseguir que el colaborador creativo se considere responsable para ayudar a resolver problemas constantemente. La cuestión es integrar la creatividad y la mejora permanente en el proceso directivo diario. La cuestión es crear las condiciones marco para que la mejora sea cotidiana, para que sea exactamente esto: 

-          No la excepción, sino la regla.

-          No un deber moral, sino algo evidente.

-          No algo para unos pocos, sino para todos. ¡Que todos asuman la dirección! 

Lo importante es: todos los colaboradores pueden y deben participar, independientemente de si trabajan solos, en equipos especiales o en círculos de calidad. Lo importante no es la propuesta de mejora, sino mejorar sistemáticamente. No es la repentina idea brillante lo que hay que premiar, sino el trabajo común, ajerárquico y dialógico en los procesos cotidianos de optimización. Se trata del continuo intercambio de experiencias por parte de todos los implicados. Debemos dar la razón a Guido Sandler, miembro del consejo de August Oetker: “Si los colaboradores se mantienen en contacto con sus jefes y mejoran entre todos trabajando en grupo, no me hace falta ningún Buzón Empresarial de Ideas”. El BEI es la quintaesencia de la anticreatividad. Un pozo fétido de la rpimer época industrial, que intenta remediar la falta de competencias de los colaboradores por medio de recompensas, desatendiendo así las condiciones que permiten la prestación de un rendimiento. Pero la creatividad no se deja incentivar con dinero. La creatividad surge de divertirse aprendiendo y florecerá solo en una cultura dela confianza que sea tomada realmente en serio. Para el comportamiento directivo, esto significa no ceder a la presión, no justificarse. Bajo la obligación de tener que justificarse, no prospera ninguna creatividad. ¡Invirtamos en la capacidad de rendir creativamente de nuestros colaboradores, en lugar de remirar con desconfianza su disposición al rendimiento!

Hoy ya se discute parcialmente sobre todo esto bajo la rúbrica “organización inteligente”. Pero Organización Inteligente y Buzón Empresarial de Ideas son como el ratón y el gato. 

Además de la automática regulación de costes y de la consiguiente sensación de haber actuado con justicia, los sistemas de incentivos formal-organizativos ofrecen mecánicamente otra “ventaja”: los directivos pueden permanecer pasivos. Pueden sentirse exentos de la incómoda tarea de tener que hablar claramente con sus colaboradores sobre algún fallo en su rendimiento, pues estos ya se están perjudicando a sí mismos. Esquivar, una conducta que adoptan gustosamente esos directivos que quieren evadirse de prestar atención directa a los demás y de cultivar intensamente las relaciones interpersonales. Y es que el verdadero problema se llama... dirigir. Dirigir en el sentido más completo de la palabra. Los superiores traspasan su autoridad al sistema de incentivos. En la solicitud de sistemas de estímulos podemos reconocer el intento de muchos directivos (sobre todo los débiles) para no hacer precisamente aquello por lo que se les paga, pues parece que así la cosa se dirige por sí misma. Quizá pudiera decirse a favor de los sistemas de incentivos que funcionan como una ayuda y un apoyo para directivos débiles; pero incluso siendo así, quien haga de ese efecto el verdadero objetivo de los sistemas de incentivos autorregulados estará proclamando públicamente que abdica de cualquier tarea directiva.

Pero la pasividad no es solo  una cámara de reposo para directivos. Pues también los colaboradores experimentan las penas que causa el no querer hacerse responsable. En efecto, la actitud de mantenerse a la expectativa con ese “ahora-motívame-bien” caracteriza a muchos colaboradores. ¡Se está tan bien no queriendo responsabilidades! Creen que no entra en sus competencias y se remiten a “los de arriba”, a procesos irremediables o a la “situación”. Sustrayéndose a las exigencias de la autorreponsabilidad, entran en acción a duras penas... pero siempre entre lamentaciones. 

Como ya se expuso antes, muchos directivos parten de que solo con inventarse un instrumental lo bastante refinado bastará para llevar a las personas a hacer lo que no harían voluntariamente (siendo usual que, además, esperen no sólo que los colaboradores lo hagan sino que –debidamente “motivados”- también les guste hacerlo). El modo mecanicista de pensar ve a las personas como máquinas estímulo-respuesta, comparables a perros de Pavlov a los que se les hace la boca agua en cuanto se da la señal con una campanilla. La acción motivadora se basa esencialmente en este bien conocido modelo ideal, denominado “trivial machine” por el teórico de sistemas Heinz Vo. Foerster: si aprieto a este botón de aquí, se encenderá la luz allí. Y si aún así seguimos a oscuras, entonces nos encontramos ante algún trastorno que habrá que investigar y remediar según el mismo esquema. Se supone que estimulan el dinero, los coches, un poder bien visible. Pero lo económico –como J. López ha demostrado plausiblemente- pertenece a los condicionamientos externos de la acción humana. El ser humano, sin embargo, al sentir, querer, y actuar, está marcado muy esencialmente por condicionamientos internos como los valores, los ideales y la moral. La acción motivadora externa ignora este ámbito, y todo lo que puede tener sentido para el ser humano lo reduce a lo que se supone que posee validez para todos: lo económico.

Esta problemática se plantea todavía con mayor claridad en el caso de colaboradores presa del desentendimiento. Apenas nadie se ocupará seriamente de las razones de su dimisión moral. Pernas nadie preguntará cómo es que aún aguantan ahí. Bien pueden los directivos hablarles y darles palmaditas en la mejilla con la mayor amabilidad posible: el déficit motivacional (¡aquí nadie dejará de verlo!) ha surgido por alguna razón, por una razón que rara vez podremos encontrar en malas intenciones o en la vaquería “innata” de los colaboradores. Cuando en un colaborador no se cumplen las expectativas de rendimiento, quizá sean estas las que primero haya que someter a prueba. Acaso sea que su incorporación despertó expectativas que luego no se han cumplido. Acaso el colaborador está infra/sobreexigido. Acaso se le ha colocado en el sitio equivocado, en un trabajo quizá que él en realidad no quiere. A estas personas no podré llegar usando la acción motivadora ni reflotando su disposición al rendimiento, pues en este caso estaré hundiéndolos más en la desmotivación. Pues esto tiene su importancia: cuando solo se tratan los síntomas, tanta más rudeza se pone en el tratamiento. El efecto llega a convertirse en causa. Y así puede uno quedarse pasivo. Nunca terminan las discusiones sobre la cuantía de la “indemnización”. Pero es la contrario: no tomarse en serio las causas de la desmotivación, pretendiendo vadear así el déficit motivacional solo con amenazas y castigos, significa no tomarse en serio a la persona, lo que a su vez significa hacer más profunda la desmotivación.

Más consecuencias aún aparecen en el caso de que la acción motivadora no actúe de modo manifiesto, pero sí transparente para los colaboradores: el sentimiento de autoestima responde –de modo completamente normal- desarrollando una reacción defensiva manifiesta o latente. Cuanto más armamento acumula una parte, más fuertes se vuelven las resistencias por la otra. Toda acción sobre alguien genera su reacción. De modo comparable, podemos observar cómo las nuevas técnicas del jefe recién llegado de vuelta de un seminario encuentran como respuesta desconfianza y resistencia. Una reacción comprensible: ¿a quién le gustaría convertirse en balón para que jueguen con él los más recientes métodos motivadores?

Con bastante frecuencia, ya las ofertas de trabajo –en las que por sistema se busca colaboradores con capacidad directiva, jóvenes, dinámicos, altamente cualificados, capaces de imponer sus puntos de vista, conscientes de su responsabilidad, dotados para trabajar en equipo, etc.- contribuyen a  generar la expectativa de que a los candidatos les aguardan tareas incitantes y ricas en desafíos. Durante la estricta criba de los procesos de selección, sigue dándose pábulo a tales expectativas. Y a continuación, los nuevos colaboradores suelen regresar al suelo y verse en una actividad que ofrece mucho de rutina, pero solo muy poco de reto y de posibilidades para la iniciativa. En este momento tan temprano puede ya estar comenzando la des-identificación, la separación “yo/estos”. El colaborador califica a la empresa de embaucadora, y a sí mismo de embaucado. Y eso justifica de ahí en adelante todo cuanto él quiera hacer en perjuicio de la organización. Luego, al enfrentarse a la habitual retórica motivadora, la mayoría de colaboradores –lo sabremos si les preguntamos a solas y con tranquilidad- o bien no la oyen, o bien se la toman a beneficio de inventario con una sonrisa torcida. En el mejor de los casos, los colaboradores externos más experimentados, curtidos en numerosas tormentas motivadoras, aceptan como si tal cosa que se les intente convertir repitiendo una y otra vez el “sois los más grandes”. Apenas conceden ya ningún crédito a esos consabidos “dirección de personal orientada por valores”, etc. que fluyen de boca del orador como la saliva de los perros de caza. Es un potaje verbal que desde siempre llevan saboreando hasta hartarse.

El intento de comprar sin más en rendimiento ajeno suele maquillarse haciendo referencia a la “venta deportista” que hay en todo ser humano, a un comportamiento competitivo, aparentemente innato, que nos lleva a querer comparar y medir el rendimiento. Es como si tal argumentación aspirase a una validez “antropológica”. Ahora bien: todo el que tenga la más mínima noción sobre el deporte (y quizá haya practicado también personalmente alguna vez un deporte competitivo) sabe que nadie todavía ha ganado los Juegos Olímpicos porque pudiera esperar tal o cual cantidad de dinero.

El extendido vicio de hacer del trabajo una competición olímpica es, además, un ejemplo suplementario de la devaluación oculta en la acción motivadora. “Todos contra todos”: esa es la idea fundamental con la que las direcciones de las empresas pretenden traducir a su actividad económica lo que ellas ven como una característica esencial del deporte moderno. Y lo hacen en la esperanza (sigo aquí a Gerog Wolf) de conseguir así mejorar el rendimiento laboral individual. A la vez (¡!) pretenden con ello una elevación del rendimiento conjunto de la empresa. En cuanto se desea controlar algún aspecto concreto, o incluso sustituir una “olimpiada permanente”, se convocan competiciones, se crea el top ten club, se publican “listas de ganadores”. Aparecen colgadas tablas de clasificación, como las de la página de deportes de los diarios, que reflejan cifras de ventas, retrocesos en el número de reclamaciones, captaciones de nuevos clientes o el número de propuestas de mejora.

¿Motivador? ¡Denigrante! Nadie puede creer en serio que los colaboradores vayan a aumentar a largo plazo su rendimiento por estar midiendo sus fuerzas “unos contra otros” –y esa es la esencia de la competición- en una especie de olimpiada interna permanente. Quizá a corto plazo tenga lugar la reacción esperada. Pero ¿debería alegrarnos? Un experimentado director de ventas dijo: “Al colaborador externo que alcance el 120% solamente si es en una competición, lo que tendría yo que hacer es despedirle”. Y de éxitos pasajeros no puede vivir hoy ya ninguna empresa. A lo que se añade que pagará por ello un ato precio: habrá que idear algo nuevo continuamente. El conjunto se convierte en una gran trampa, de modo que incluso el ultimo de los colaboradores acaba comprendiendo, más tarde o más temprano, que solo se la están intentando jugar una y otra vez con nuevos anzuelos.

El impulso motivador de la competición no encuentra en ellos un punto donde ejercerse. Porque prefieren jugar “todos juntos”. Quizá en ocasiones pueda atraerles la competición; pero incluso en ese caso competirán empleando una considerable energía para vencer su resistencia interna. Y es que la competición acaba gastándose a la larga también entre los colaboradores más dados a una conducta combativa.

Por lo demás, habría aún que investigar si la mala imagen que tenía y tiene el vendedor en nuestro ambiente cultural no se deberá a efectos, igualmente ignorados como tales, de estos mecanismos motivadores. Si es verdad que el 50% de todos los vendedores fracasan por su escasa fuerza de convicción, por las carencias con que interiorizan sus capacidad de entusiasmar y por la falta de confianza en sí mismos, entonces seguramente resultará muy difícil que una práctica propulsora, con su devaluación oculta, vaya a conseguir un giro a mejor de estos déficit de personalidad, que son el verdadero problema. Lo que en un trabajo de vendedor se necesita para desarrollar sus posibilidades son precisamente esa fortaleza del yo, esa seguridad al orientarse y esa autorresponsabilidad cuyo aprendizaje se ve constantemente socavado por los mecanismos-anzuelo y el menosprecio que implican. La contradicción entre las promesas económicas y materiales y las sobreexigencias psicosociales que, como efecto secundario de aquellas, se imponen al individuo se transforma en su propia negación. 

El dinero es importante. Es el resultado de las mejores fuerzas que hay en uno mismo y simboliza las estimaciones de valor de los participantes en un intercambio. Ciertamente, en todas partes se ha vuelto chic hacer como que se minusvalora el significado del dinero para la satisfacción laboral; podríamos remitirnos a los cada vez más numerosos estudios que, como contestación a la pregunta “¿Qué es importante para usted?”, señalan para el factor dinero un lugar entre los puestos medios y bajos. Pero eso no cambia nada en el hecho de que el dinero atraía y atrae sobre sí un gran interés. Un testimonio no menor de ello es la discusión sobre el tema “retribución por objetivos”, debate en el que hoy ha llegado ya a participar la sociedad entera.

Sin embargo, esta discusión –lo cual con bastante frecuencia resulta pasado por alto o silenciado- es cada vez menos una polémica sobre los fundamentos motivacionales de la dirección de empresas, sino que más bien ha nacido de la presión ejercida por los costes, o sea, es una consecuencia de la falta estructural de libertad: si uno no puede desprenderse de los trabajadores flojos en rendimiento, al menos querrá “castigarlos” de aluna manera. En primer término, a los elementos “variables” que se quiere introducir en la remuneración se les pone una nueva etiqueta como “elementos dependientes de objetivos”. Sencillamente, suena mejor. Pero la segunda intención tiene un filo personal: quien rinda poco deberá también percibir menos. Con lo cual bajan los costes. Amenazando con penalizaciones en caso de disminución del rendimiento, ¡se pretende aumentar el rendimiento! Hasta la fecha, no ha funcionado nunca.

Otra cuestión completamente distinta es la de si puede “comprarse” la motivación. En lo que antecede, nos hemos esforzado en contestar esta pregunta con un decidido “no”. El profesor de Harvard Alfie Kohn ha mostrado que no se ha publicado en todo el mundo un solo estudio que hubiera probado un aumento duradero del rendimiento por la aplicación de sistemas de incentivos (Punished by rewards) ... en lo cual debe subrayarse la palabra “duradero”. Por supuesto que con dinero pueden conseguirse empujones motivacionales de corta duración (con las correspondientes consecuencias contraproducentes a largo plazo).

Las fuentes de una motivación permanente son otras: libre campo de acción, oportunidades de aprendizaje, tareas que planteen retos, amplia información, colaboración en completa confianza, relaciones satisfactorias –casi de amistad, con el jefe y los compañeros-, la sensación de poder prestar una contribución plenamente significativa en un entorno laboral totalmente respetuoso y en el que tenga importancia la alegría. En la práctica, esto sólo puede significar: Desvincule usted “dinero” y “motivación”.

Recordemos la estructura básica de la acción motivadora: “¡Haz esto y tendrás aquello!” Hace que la persona se concentre prontísimo en el “aquello” en vez de en el “esto”. Por tanto, comencemos nuestra reflexión con la ley básica del dinero en una cultura directiva responsable y activa: Pague usted a los suyos bien y en regla. Y después haga todo lo posible para que se olviden del dinero.

Esto es lo más importante. Preocúpese de que sus colaboradores se concentren en su trabajo, en el cliente, en lo que interesa para la supervivencia de la empresa a largo plazo. Y no en el dinero. Sólo así asumirán una responsabilidad de calidad y duradera por el resultado de su trabajo. Y esto significa que usted debería dar preferencia a un sistema de retribuciones lo más sencillo posible. Cuanto más aparatoso, detallado y complejo sea el sistema de remuneración, más energías de los colaboradores absorberá. Así la energía se concentrará hacia adentro, fluirá directa hacia la retribución, ocupada en todas las estrategias de manipulación posibles (“¿cómo obtendré la bonificación más alta?”); una energía que echaremos de menos para avanzar en el mercado y de cara al cliente. Tales sistemas fomentan ante todo la capacidad de probar el rendimiento. Optimizan la inteligencia para sacarle partido a la empresa, pero no las oportunidades de negocio. Y cuanto más estrecha sea la ligazón del dinero con el resultado del rendimiento, mayor será el daño.

Mensaje para los apóstoles del rendimiento: Dios os mantenga la gracia de que no vivamos en la llamada sociedad competitiva, basada sólo en el rendimiento. La gracia de que junto a él rijan aún otros valores como la pertenencia a algo, la solidaridad, la edad, el respeto a la ley. También usted será viejo alguna vez. Y quizá entonces, conforme a los criterios de su empresa sobre el rendimiento, se contará usted ya entre los marginal performers. Quién sabe.

“Rendimiento” es una palabra que hace babear a los profetas de las crisis como las golosinas de colores a los niños. “¡Tenemos que pagar por rendimiento!” Pero al preguntarles qué es el rendimiento (hágalo usted alguna vez) vemos aparecer algo así como sangre, sudor y lágrimas. Se quitarán de encima el hecho de que las condiciones marco en las que debe ser prestado el rendimiento contribuyen de modo completamente esencial al resultado del mismo, pues según ellos es una magnitud despreciable o lleva a confusión. Recompensar y castigar: de eso es de lo que se trata. Como cuando educamos niños.

Si se vincula aquí el sistema de remuneraciones, al tratar de cómo ha de juzgarse el rendimiento se estará hablando sólo de dinero, y ya no de rendimiento. Se llegará a una priorización condicionante, que hará que las conversaciones no se centren ya en el proceso de creación del rendimiento, de cooperación, de fomento del desarrollo, sino que quedarán definidas como una lucha por el reparto. Los acuerdos sobre objetivos sirven para aunar energías, para crear rendimiento; son lo primero que había que tener en cuenta para valorar resultados –si es que se debe valorarlos en general-. Al hablar sobre rendimiento, usted se interesa por cómo surge o no surge el rendimiento, usted toma en consideración influencias que no son responsabilidad del colaborador, usted habla sobre cómo fomentar el desarrollo. Usted se ve a sí mismo como una parte del proceso por el que su colaborador presta un rendimiento. Y entonces usted está tomándose en serio su tarea como directivo.

Subrayemos esto: orientarse hacia el objetivo como único criterio puede bloquear los procesos de aprendizaje. Esa orientación fomenta más bien una mentalidad monocolor muy limitada. Así, al vincular a la remuneración la consecución de objetivos definidos se estará obstaculizando que las personas piensen, valoren, juzguen y asuman responsabilidades por sí mismas, que es lo que desde el otro lado nos están reclamando furiosamente.

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