"No emplees tu tiempo sólo en trabajar. Úsalo también para convencer... y generar así los acuerdos"

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miércoles, 1 de abril de 2009

(9.8) sobre MOTIVACIÓN - VIII / IX


Para el psicólogo de las organizaciones Burkhard Sievers, la acción motivadora es un método “que fue creado en el momento en que se perdió en gran medida todo lo que fuera un sentido del trabajo en nuestras grandes organizaciones industriales, ya que el trabajo está tan escindido y fragmentado en pequeñas partes, que difícilmente podrá todavía alguien establecer relaciones significativas con el producto final, con la empresa, con el entorno y con su propia vida a través de su propia actividad, a través del producto parcial que elabora o de la función parcial que desempeña”.

En el pasado, efectivamente, se quiso aumentar el rendimiento total dividiendo el trabajo en partes cada vez más pequeñas. Hoy, por el contrario, la progresiva desmembración del trabajo y la consiguiente unilateralidad del desarrollo del potencial humano están alcanzando unos límites psicológicos y, por lo tanto, unos límites también económicos: los contenidos del trabajo son cada vez menos estandarizables y, donde sí lo son, están automatizados en la mayor medida posible. La infraexigencia respecto a capacidades y destrezas jamás es satisfactoria ni para el individuo ni para la empresa. Cuando la propia contribución al producto final no puede ya determinarse apenas, la autoestima del individuo es la de “una ruedecilla en la máquina”.

Directamente tangibles resultan las consecuencias de la división del trabajo cuando los especialistas de los diversos ámbitos de la empresa se reúnen para un asunto o una tarea común en revisiones de formación o task forces. Da la impresión de que estos especialistas trabajan en empresas completamente diferentes. Han desarrollado patrones interpretativos de alta especificidad, y viven en contextos completamente distintos. Se aferran a sus territorios perceptivos, haciendo casi imposible alcanzar algún consenso sobre lo que es importante y valioso para la empresa. Es más: de vez en cuando se rinde culto piadoso al mito de “las trincheras” entre distintos ámbitos de la empresa, con el fin de no tener que abandonar el terreno seguro de la propia región de sentido. Se desvanece así la capacidad de conversar con benevolencia, comprendiendo y asintiendo. Aún más: apenas podrá percibirse la más mínima inclinación al consenso. Las pérdidas por fricción son escandalosas. Las pérdidas de comunicación se acumulan hasta formar auténticos muros. Y no son sólo los términos especializados, puestos en escena sin expresión pero con mucho efecto, los que dejan claro que estas personas ya no van a hablarse por regla general “en el mismo idioma”.

Algunas investigaciones sobre la organización laboral señalan particularmente que la falta de un concepto unitario, la infraexigencia y los daños en la autoestima, todos ellos efectos secundarios de la profunda división del trabajo, provocan en el individuo sensaciones de vacío interior y de extrañamiento.

“Al dejar de verle sentido a nuestro trabajo, fue cuando empezamos a hablar de motivación”. Esta frase ingeniosa lo plantea muy certeramente: la pulverización del trabajo y, con ella, la deplorable carencia de sentido son lo que se pretende compensar por medio de la acción motivadora. Así empieza. Y en muchas ocasiones termina con ese ridículo top manager a la moda que, desde hace poco, concluye todas las reuniones con la frase hecha ¡diviértete! Diversión por decreto. En la medida en que se van agotando las tradicionales fuentes de sentido laboral, se conjuga la “diversión” como una nueva metáfora compensatoria. Así, inadvertidamente, la “diversión” queda sometida a la presión del rendimiento: “divertirse” y “ser majo” pasan a ser un “rendimiento” en la imagen individual que pretenden transmitir los nuevos managers. Y nadie ve un problema en el desmenuzamiento de las tareas, que es lo que más esencialmente está echando a perder la diversión. 

“Quien exige rendimiento ha de ofrecer sentido” se dice rotundamente por ahí, en la estela de Víktor Frankl. Pero el sentido no puede ser “ofrecido”, sino que tiene que ser encontrado por cada colaborador de manera completamente individual. El directivo puede, únicamente, crear las condiciones de posibilidad para que los individuos encuentren el sentido por sí mismos (condiciones que lo serán a la vez de un desarrollo óptimo del rendimiento).

Apoyándonos en Manfred Antoni, el trabajo es percibido como satisfactorio por la persona cuando cumple los siguientes criterios: 

-          es una actividad física y espiritual: existe una correspondencia íntima entre la planificación y la ejecución, para que así pueda experimentarse vitalmente el placer de cumplir tareas.

-          es una actividad creativa: por medio de su trabajo, las personas quieren cambiarse a sí mismas y su entorno.

-          es una actividad productiva: la relación entre energía empleada y energía resultante debe ser lo más equilibrada posible.

-          es una actividad interactiva: la mayoría de las personas buscan, y usan, las posibilidades que su puesto de trabajo les ofrece para establecer muy diversos contactos sociales. 

Completando todo ello, diremos que es una actividad con alguna orientación: el sentido nace de una obra que disfrute de vigencia y reconocimiento en el entorno, en un servicio prestado a la comunidad.

Los hallazgos de la ciencia laboral testimonian que la ausencia de una o más de estas dimensiones de un concepto unitario del trabajo causa insatisfacción, aburrimiento, infraexigencia... En una palabra, “desmotivación”, siendo así responsable en gran parte de la discusión que se origina entonces acerca del estilo directivo “correcto”, acerca de la acción motivadora “correcta”. Por ello, una tarea directiva no poco importante sería desarrollar con criterio totalmente pragmático un programa de recuperación para las desmotivadas víctimas de un trabajo vacío de sentido.

Y es que, ¡con cuánta frecuencia puede oirse: “Si la remuneración es la correcta, el rendimiento será también correcto”!

Ciertamente: la remuneración tiene que ser la correcta. Ahora bien: la implicación activa, la creatividad y la iniciativa no pueden comprarse. La dirección debe “posibilitarlas”, creando un entorno en el que se “encienda” la motivación propia del colaborador. Por tanto, está abordando el problema por el extremo equivocado quien no cesa de intentar compensar perentoriamente con dinero u otros “motivadores” la división del trabajo, la falta de potencial para la exigencia y el sin sentido de tantos puestos de trabajo, en vez de organizar la actividad de manera que volviese a ser reconocible como un todo unitario conectado claramente con el rendimiento total de la empresa. Esto podría llevar a revisar el principio estructural de la delegación. Pues no es casualidad que el ir delegando hacia abajo, hasta llegar a las más pequeñas ramificaciones organizativas, corra en la misma dirección que los fenómenos de automatización del trabajo.

“¿Trabaja usted para vivir o vive usted para trabajar?” Al ofrecer a los participantes en los seminarios la oportunidad de fundamentar su filosofía personal sobre esta cuestión, muestran tendencia a decidirse por la primera alternativa. En la discusión que sigue suele quedar claro que el tiempo de trabajo es percibido como un tiempo controlado por voluntad ajena, des-individualizado y, no pocas veces, como “vida vendida” (siendo proporcionalmente elevadas, en ocasiones, las aspiraciones a una “indemnización”). Como particularmente desmotivadora se percibe la falta de espacio libre para el individuo, la falta de posibilidad de rendimiento. El “éxito” consiste entonces en que las energías correspondientes son desviadas hacia la esfera privada, dejando a un lado la empresa, de modo que el enrevesado “para...” se convierte en un factor determinante de la mentalidad: trabajar para (después) vivir.

Todas las investigaciones empíricas de los últimos años apuntan a que estos fenómenos no representan pereza, cansancio o carencia en la disposición al rendimiento, sino una adaptación, por así decir, “con mucho sentido” frente a una situación laboral opresiva (y, por tanto, también un desafío para la renovación del entero ámbito de la “política de personal”). Es de una extraordinaria importancia reconocer que si muchas personas están desmotivadas, declaran su desentendimiento y emigran hacia el tiempo libre, ello no ocurre porque los nuevos valores sean valores del ocio, sino porque se reclama que sean válidos indistintamente en todo el entorno de la persona. Y dado que en el mundo laboral no pueden ser vividos suficientemente, se los orienta hacia la esfera del tiempo libre. La investigación social habla de una “realización compensatoria de los valores” durante el ocio.

Pero tampoco aquí tenemos una imagen unívoca. Pues, por las noticias que llegan del sector de los asesores de personal, resulta claro que son cada vez más los directivos que rechazan ofertas de puestos relumbrantes y cargados de prestigio, para decidirse por otros que les dejan mayor libertad para determinar sus propias actividades y sus propios caminos. La “segunda fila” tiene un atractivo inesperado. Hacer carrera, sí; pero no a cualquier precio. Un manager que despreció la posibilidad segura de una posición en la cúspide de una gran empresa dejó dicho: “¿Top manager en una jaula dorada de representación y formalismo? Eso para mí no es vivir, sino des-vivir”. Por esa razón, es cada vez más urgente para las empresas despedirse de toda regulación burocrática y abrir más espacio libre para la autorresponsabilidad en todos los niveles. Esto atrae a los mejores talentos y los retiene.

Para una mayoría de las personas, la posibilidad de autodesarrollo en su vida laboral está vinculada al espacio libre de que dispongan para actuar y decidir. Quienes echan de menos estos espacios libres están significativamente más insatisfechos con su trabajo. ¿Cómo podré dedicarme a un asunto con entusiasmo, cuando continuamente se me está intentando “manejar” desde arriba? Del mismo modo que la moderna civilización industrial necesita ámbitos más amplios, el colaborador también necesita hoy espacios libres en cuya amplitud pueda desarrollarse.

Pero las empresas parecen vehículos cisterna: sus huellas de frenado tienen varios kilómetros, esto es, la evolución de las estructuras organizativas apenas pueden mantener el paso de dichas tendencias sociales. La mentalidad de la exacta descripción de las tareas laborales, excesiva aunque seguramente también útil en ciertos momentos y circunstancias, ha terminado permitiendo que muchos puestos de trabajo se vuelvan aburridos, mecánicos, rutinarios, sin atractivo. La consecuencia son potenciales de acción desperdiciados por falta de exigencia, y tampoco suele darse una vivacidad que entusiasme y se entusiasme. A ello se añade que los detentadores del poder ejecutivo están todos resueltos a no admitir nada que no se adapte a su concepto de buen colaborador y, ante todo, a lo que son ellos mismos. El mejor ejemplo de ello es el síndrome “Mengano-busca-un-Menganito” en la selección de personal: el candidato “bueno” es el que más se me parece pero, eso sí, un poquito más débil.

En la práctica, “especio libre” y “organización” parecen excluirse mutuamente por la lógica misma de los conceptos. La psicología de las organizaciones ha analizado fríamente que las personas que tomen parte en ellas han de ser “intercambiables” y “elásticas”. Por otra parte, renombrados teóricos del management llevan ya mucho tiempo señalando que, en muchas empresas, junto a las estructuras lineal-delegativas existe además algo así como una cultura informal autoorganizativa. En unas oficinas se anunciaba: “No tendremos espacio, pero lo aprovechamos”. Sí, se diría que esa es la única causa de que muchas empresas funcionen. Las órdenes no son obedecidas, o no al pié de la letra.

“Busco zona de juego para mi motivación”: es el encabezamiento que una joven licenciada en empresariales puso en su solicitud de empleo. Y es una expresión completamente certera: lo que todo el mundo busca es una zona de juego, un contexto en el que se encienda la motivación, en el que al individuo le merezca la pena esforzarse. Y, según esto, dirigir significa crear posibilidades de desarrollo para la motivación del colaborador, la cual le pertenece sólo a él. Que él haga algo porque es bueno para él mismo. Un trabajo en beneficio propio. La mayoría de las empresas siguen dando un valor demasiado pequeño a este “fomento de la personalidad”. Lo que necesitamos es una política empresarial sin ambiciones de dar sentido a la vida de nadie. Necesitamos una política empresarial que permita al individuo la búsqueda de sus verdades personales, una política sin ningún patetismo de filosofía empresarial y sin ese lirismo preñado de identidad corporativa. No la gran metáfora totalitaria de la “visión”, sino la insistencia, modesta pero muy ambiciosa, en el crecimiento individual a través del trabajo. No son la obediencia ni la fidelidad nibelunga, sino el desarrollo lo que tiene que convertirse en principio supremo de la cooperación.

Como ya se ha dicho: la disposición al rendimiento podemos solo obstaculizarla, por ejemplo, recortando la posibilidad de rendimiento. Con ello llegamos al fondo de la cuestión de por qué tantas empresas no están dispuestas a permitir espacios libres de actuación autoorganizados con un alcance relevante: porque eso significa (en apariencia) renunciar al poder. ¡No por casualidad, “angosto” –lo contrario del espacio libre- tiene la misma etimología que “angustia”! Los espacios libres hacen a las organizaciones menos dominables, controlables y manejables, y a las personas menos dóciles (léase: menos motivables). Ya se sabe, la idea es que la gente haga por su libre voluntad lo que otros quieren. Pero, a pesar de la retórica, por encubridora que pueda llegar a ser, se hace cada vez más reconocible que el énfasis no está tanto en “libre” como en “voluntad”. El poder aquí viene del “hacer”. Se refiere ante todo al poder sobre sí mismo. Y todas las sensaciones de felicidad tienen algo que ver con el difuminarse de algún límite. Límites que, ahora, puedo sobrepasar. Límites trazados en torno a la estrechez de mi trabajo.

Hay que comprender de una vez que cualquier persona busca la tarea que la hace avanzar personalmente y que, si ocurre de otro modo, habrá dado ya un paso en el terreno del desentendimiento. En la actual situación lo importante es, ante todo, unas tareas con un alto grado de libertad de elección, autodeterminación y autocontrol. Las organizaciones ganan con el “excedente de subjetividad”, como han señalado Krell/Ortmann. Las personas son atractivos factores de producción precisamente a causa de sus actos espontáneos, inexigibles e improgramables. Así puede lograrse un verdadero consenso sobre el objetivo, y después libertad de acción.

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