Las personas nos movemos en el mundo de las relaciones con una baja conciencia de nuestra capacidad de incidir en el modo de desarrollarse los eventos y acontecimientos, ello hasta el extremo de llegar a convertirnos en sujetos pasivos sin ser conscientes de ello, lo cual reduce al mínimo nuestras capacidades intelectuales, y dejarnos llevar en nuestros modos de hacer por los impulsos instintivos y las reacciones espontáneas más básicas aprendidas.
Las reacciones impulsivas calman nuestros instintos, pero ello no quiere decir que sean las más convenientes ni las más eficaces para la gestión de acuerdos. Los mercados están formados de personas, y ello significa no estar ajenos a la responsabilidad que significa nuestros comportamientos por mucho que nos ocultemos tras pantallas o escondrijos subterráneos.
La mercantilización de nuestras vidas, la convulsiones y cambios por ellas producidos nos han conducido a la llamada “sociedad del frío” en la que las personas sólo parecen ser importantes en tanto que consumidores donde los niños, los adolescentes y los ancianos resurgen como segmentos de interés emergente por su sorprendente capacidad de decisión y adquisición. Y es que hoy parece tener más importancia el ser humano en su faceta de consumidor que como trabajador, pues la antigua alianza de fidelidad y lealtad se ha roto entre empresas y sus empleados, e incluso como individuo.
Francis Fukuyama menciona en su obra “La Confianza”:
“Aunque algunos hábitos pueden ser económicamente racionales, o haber tenido causas racionales en el pasado, muchos no lo son, incluso adquieren vida propia en situaciones en las que ya no son adecuados”. “No son necesariamente los individuos racionales y egoístas los que alcanzan el, mayor rendimiento económico, sino grupos de individuos que, gracias a la moralidad preexistente en la comunidad, han sido capaces de trabajar juntos y con eficacia”.
Parece que el futuro de la construcción de imperios residirá en la capacidad de construcción de relaciones que conformen culturas cooperativas y de generación de conocimiento aprovechando la necesidad esencial del ser humano de “sentirse contributivo”. Ese es el mismo motivo por el que estamos asistiendo al decaimiento de antiguos y poderosos imperios.
Mediante las decisiones, los seres humanos tienen la enorme facultad de crear nuevas condiciones en su propia vida y en las de sus congéneres. Por consiguiente, cada vez que adoptamos una decisión estamos poniendo en marcha los mecanismos del procedimiento de pactos. Podemos construir decisiones de muy diferente forma, y eso nos permite efectuar algún tipo de clasificación. Así, podemos construir decisiones impulsivas, es decir, derivadas de fuerzas irracionales –incluso descontroladas- como las que surgen a respuestas de emociones, instintos o intuiciones. Pero podemos hacerlas surgir también como consecuencia de la integración de la sabiduría proveniente de la experiencia y de la práctica repetitiva. Especialmente cuando obtenemos unos resultados satisfactorios, damos por buena la relación que nos ha llevado a la “consideración de éxito personal”. De este modo, cada vez que debamos afrontar una situación similar, asimilaremos automáticamente una respuesta como aquella que nos dio el éxito con anterioridad. Esto, siendo algo lógico y correcto, supone un cierto automatismo integrado y consecuentemente una decisión no analítica ni con garantías de ser la más adecuada, o siquiera la más eficaz para los matices que puede contener la nueva situación.
Ciertamente, ese “automatismo”, constituyendo una riqueza en sí mismo que nos permite rapidez, no deja probablemente de cerrarnos puertas frente a otras opciones posibles que, si no las practicamos, no pasarán a formar parte de nuestro nuevo “capital decisional automático”.
Parece que llevamos el conflicto a flor de piel. Como si formara parte de nuestra esencia y circulara con gran intensidad por nuestras venas. Observando situaciones, uno puede comprobar cómo nimiedades e intrascendencias son fuentes capaces de desencadenar conflictos de forma inesperada, quizá por exceso de orgullo… pero lo cierto es que tendemos a percibir las manifestaciones de los demás de forma agresiva y opuesta. La experiencia nos demuestra que las posibilidades de cruzarse con alguien que esté autopersuadido de afrontar las relaciones en una dirección sana, correcta y positiva son más bien remotas. La primera cuestión es, por tanto, estar preparados para tratar de prevenirlo. Verse inmerso en un conflicto inesperado o imprevisto nos deja, además de incómodos, descontrolados por falta de recursos y próximos al empuje de nuestros propios impulsos, que si activan la al parecer “natural agresividad”, no harán más que acrecentar el conflicto.
Así, en la mayor parte de las ocasiones las personas se conducen y comportan sin más, sin consciencia ni del impacto que producen en la parte con la que interrelacionan y sin tener ideas o propósitos claros de lo que desean conseguir u obtener; es decir, sin ninguna conciencia de la razón ni del efecto de su acción sin haber adoptado ningún tipo de elección respecto del objetivo ni del impacto que quieren o les interesa producir. Con mucha frecuencia las personas adoptamos una posición más por instinto, comodidad o tradición (siempre se ha hecho así) que como un ejercicio decidido de nuestra voluntad.
Nuestro objetivo no siempre está claro, sino más bien confuso. Atendamos a este ejemplo frecuente: no es difícil encontrarse a un colaborador que pasa al despacho de su jefe tras haber solicitado una entrevista, cargado con un conjunto de quejas, preocupaciones, tensiones, agresividad, etc. pero ante la pregunta clave “¡qué es lo que quieres o necesitarías?”, se queda confundido y hasta paralizado, como impotente. Había decidido (sin duda de forma inconsciente) adoptar aquella posición sin tener nada claro lo que quería conseguir.
En la interrelación de tratos, no todo lo que es evidente –y por supuesto importante intelectualmente- significa que sepamos darle la trascendencia de hecho que le corresponde. Así, por ejemplo, es evidente que la búsqueda de acuerdos se desarrolla entre una o varias partes. Sin embargo, lo que ya no es tan evidente, especialmente a priori, es nuestra conciencia de que tanto la gestión de tratos como el propio pacto en sí mismo van a depender sustancialmente tanto del comportamiento interrelacional como de la escala de intereses de las otras partes con las que nos relacionemos. La parte contraria será, por consiguiente, trascendental en nuestras vidas, hasta tal extremo de que de él va a depender la consecución o no, y en qué proporción, de nuestros deseos o anhelos. Pongámonos como nos pongamos, necesitamos a la parte contraria para avanzar. A veces necesitaremos que acepte darnos, o compartir mediante un intercambio que le parezca razonable, algo que posee. Otras veces, lo que necesitaremos es a la parte contraria para que nos ayude a conseguirlo de un tercero… y desde luego, siempre vamos a depender de su comportamiento para que la relación de acuerdos, además de progresar o no, se desenvuelva de forma satisfactoria y con razonables esfuerzos.
Aproximarnos y conocer a la parte contraria, profundizar hasta superponernos e identificarnos con sus expectativas nos dotará de mayores capacidades de persuasión. Alguien dijo que "no se conoce a otra persona hasta que uno no se calza sus zapatos y camina con ellos unas cuantas millas".
Un buen persuasor se afana en la construcción de una excelente imagen virtual de la parte contraria, a la que cuidar y con la que practicar y ensayar. Además, tampoco debemos echar en saco roto la valiosa información que puede transmitirnos sobre nosotros ismos desde su propia y singular visión. La manera en que somos percibidos es una excepcional fuente de informaciones y sorpresas. Por todo ello, intentar buscar respuestas a la pregunta “¿qué quiere la otra parte?”, lejos de ser un síntoma de debilidad, es una clara muestra de inteligencia y una clara expresión de búsqueda de la máxima eficacia en la gestión de los acuerdos.
Analizar una relación de tratos o una negociación requiere distancia y perspectiva. Es muy difícil ser al tiempo jugador y observador de las relaciones, movimientos y reacciones que se producen. La capacidad perceptiva se reduce drásticamente cuando se tiene que concentrar uno en la acción interactiva. Por ello, el papel de un observador del proceso relacional es clave en cualquier negociación profesional.
En el juego relacional existen las partes implicadas, que pueden llegar a ser múltiples, pero con ser importantes no son ni las únicas ni todo lo que hay que considerar. Cada una de las partes, especialmente si nos encontramos en un juego interrelacional múltiple, mantiene una posición como forma de lograr el objetivo. La posición no es más que el modo aparente de afrontar “su solución” al interés que desea conseguir y que constituye el fondo de su ambición. A veces, la posición en sí misma no corresponde al objetivo real o racional, pues es más frecuente de lo que creemos que las partes o alguna de ellas no tengan el objetivo dibujado con precisión. Frecuentemente, la posición es la traducción o manifestación espontánea de un impulso.
Además de las partes, otro factor crítico es la delimitación del campo de juego, que básicamente se compone de dos elementos esenciales: el tema relacional y las reglas del juego. Con el primero de ellos, lo que se delimita es el “qué” o contenido de lo que se va a tratar. No es infrecuente la existencia de negociaciones o relaciones de acuerdos en las que existe diversidad de asuntos interrelacionales, por lo que la delimitación del asunto que se va a tratar centra el área de discusiones. Este tema, lejos de ser baladí, puede constituir una herramienta capaz de construir una ventaja competitiva de una de las partes respecto de las otras hasta el extremo de que un acuerdo en una de ellas puede llegar a predeterminar o limitar los niveles de maniobra y/o acuerdo de las demás consiguientes. Por otra parte, debe considerarse que el tema de pacto será determinante en la relación hasta el extremo de determinar la predisposición hacia la cooperación o competitividad.
El segundo factor importante es el de las reglas del juego. Estas reglas pueden abarcar múltiples aspectos, tales como fecha de inicio y fin de las relaciones, número de equipos y participantes en las mismas, asuntos y temas a tratar –así como el orden de los mismos-, confidencialidad, protección y gestión de los datos transaccionales, etapas de evolución, idiomas, intérpretes o no, capacidad de compromiso o decisión de los intervinientes, etc.
En negociación y en muchas relaciones de la vida, casi todo lo que se presenta como evidente, a la hora de la verdad, parece evadirse y perderse en el mundo de las nebulosas. Muchos proyectos que se inician con unos fines concretos suelen disiparse hasta perderse en una maraña de intereses. En negociaciones duras y sustantivas no es raro encontrar que, conforme se avanza y especialmente si o se tiene habilidad para resolver los puntos muertos, el objetivo principal se diluye a favor de las “luchas de poder”, que emergen con furia casi como si de otra negociación se tratara.
Reflexionando sobre los valores comunes de los grandes empresarios de la historia, puede observarse que en todos ellos hay tres características compartidas:
· La primera, tener una idea clara y concreta de lo que quieren conseguir, es decir, un objetivo preciso.
· La segunda, que todos ellos consiguen implicar en ella a sus equipos colaboradores, es decir, consiguen hacer compartir un deseo común.
· Y la tercera, la persistencia. Todos ellos se caracterizan por una constancia férrea y un esfuerzo no sólo consistente, sino además, persistente y con fe en su proyecto.
Cualquiera de las tres parecen obviedades; sin embargo, y quizá precisamente por ello, son menos comunes en la práctica de lo que creemos. Consecuentemente, ese es el gran elemento diferenciador que los convierte en distintos del resto. En esas tres virtudes conjuntadas reside gran parte de su éxito.
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