
Pero en muchas ocasiones desconocemos la extensión de nuestra influencia. Nuestras palabras o nuestros actos pueden haberse tomado como ejemplo de lo que debe –o no debe- hacerse. Sin ser conscientes de ello, hemos motivado a quien menos esperábamos: al vecino, al camarero que nos sirve, al taxista que discretamente escucha reflexiones de los pasajeros o a otro vendedor de nuestro equipo a quien no iba destinado el mensaje.
Es como una interrelación no cognoscitiva. Hechos y conclusiones que viajan de un lado a otro sin que hayamos percibido ser iniciadores del juego o sin la intención de que circulase por un canal distinto al que se pretendía. “Las paredes oyen”, dicen en previsión de evitar que el mensaje llegue a oídos no deseados. Pero en nuestro caso no se trata de restricción alguna. Aquí hablamos del reflejo anónimo.
¿Somos conscientes de esa influencia desconocida por nosotros mismos? Sin duda sabemos que un hijo pequeño no despegará el ojo de su padre y tratará de imitarlo. Y los padres, evidentemente, funcionamos con extremo cuidado de no ser presa de la observación de estas “pequeñas águilas” en un momento de descuido. Por eso tratamos de vigilar nuestras propias acciones, nuestras reacciones y nuestras palabras, no vaya a ser que -por imitación- el niño asimile lo que todavía no debe (¡qué afortunados somos algunos de que las madres anden ojo avizor, pues merecidos reproches nos llevamos en alguna ocasión!).
Pues para lo bueno y para lo malo, niños grandes también toman nota en nuestra vida diaria. Para lo bueno y para lo malo, sin ser conscientes de ello, se nos califica y se nos imita o rechaza. Dado que no existe feedback (porque ni se reclama ni se espera) nuestras acciones y nuestras palabras también asignan representatividad sobre los organismos a los que pertenecemos –sociedad, profesión, religión, familia…- y que pueden quedar identificados por aquello que hemos dicho o hecho.
No se trata de la artificialidad del carisma sobre el que comentábamos en el post anterior, pero sí es necesario entender la virtualidad que el observante puede asignarnos, de forma que aquello que representamos quede desnaturalizado. Por nuestros hechos puntuales se nos puede aplicar –sin que nosotros tengamos oportunidad de aclarar o explicar- una personalidad o condición equivocada. Al menos, con la que no quisiéramos ser identificados porque no es la nuestra. Y por ende, puede así calificarse a nuestro producto o servicio, a nuestra idea o intención, como de fiable o desaconsejable.
Por eso lo que decimos o hacemos fuera de contexto tiene una importancia insospechada por nosotros. Y dado que –insisto en ello- puede ser para lo bueno y para lo malo, ojalá pudiésemos canalizar nuestras acciones diarias sobre la perspectiva de la constante influencia. Dicho de otra manera, si nos pillan a micrófono cerrado, que nuestras menciones sean coherentes y positivas. Si las cámaras siguen grabando en la pausa publicitaria de la vida, que nuestra actitud y nuestra postura sea sencilla, elegante y comedida. No, no se trata de disfrazar nuestra personalidad sino de ser cuidadosos con ella. Pero permítame un consejo: no sobreactúe, porque se le notará a la legua.